Libertad Digital, 2 de marzo de 2021:
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La
balada de la cárcel de Ponent
Casado con Constance Lloyd en año
1884, los dos hijos habidos en el matrimonio no bastaron a Óscar Wilde para
disipar la sombra de la homosexualidad que siempre le persiguió. La acusación
del marqués de Queensberry, con cuyo hijo mantenía Wilde una relación erótica,
llevó al escritor a la cárcel, donde hubo de enfrentarse a una condena de dos
años de trabajos forzados. Wilde ingresó en la prisión de Reading en 1895,
lugar de donde salió destruido. Tres años después, el dramaturgo murió solo en
su exilio parisino, devorado por la meningitis. Aquel duro bienio de reclusión
dio como fruto una extensa carta -De profundis- destinada a su amante, Lord
Alfred Douglas, pero también el poema La
balada de la cárcel de Reading, en el cual se relatan las duras condiciones
del presidio, incluida la ejecución por ahorcamiento de un preso.
Recientemente, otro dramaturgo, Pablo
Rivadulla Duro, anunciado en los carteles del arte como Hasél, ha ingresado en
la cárcel para cumplir condena por una serie de delitos que cierta prensa ha
pretendido hacer pasar como una suerte de castigo, a todas luces desmedido, por
rapear, burda manipulación que la realidad desmiente, pues las peleas de gallos
se siguen celebrando a despecho de los resultados líricos que de tales tenidas
se deriven. Rivadulla, una vez fracasado su esperpéntico intento de hacerse
fuerte en la Universidad de Lérida, ha acabado en el centro penitenciario de
Ponent, sirviendo como perfecta excusa para que los chicos que se mueven a la
torriana voz del ¡Apreteu!, vuelvan a
vandalizar y a someter a pillaje a la ciudad de Barcelona mientras el bardo
ilerdense, en lugar de optar por la vía ornitológica a la que se entregó Burt Lancaster
en El hombre de Alcatraz, ha retomado
la pluma. De ella o, por mejor decir, de su teclado, salió el pasado 19 de
febrero un poema, una suerte de Balada de
la cárcel de Ponent, titulado Fuego
en las calles, con falta de ortografía incluida.
Unos versos incendiarios que han
encontrado su mejor ilustración en las calles de la Ciudad Condal, en las
cuales se ha visto arder un furgón policial con un guardia urbano dentro, que afortunadamente
pudo escapar a tiempo de las llamas de un cóctel Molotov arrojado a los bajos
del vehículo. La balada haseliana es una arenga y, a la vez, una justificación
de la violencia desatada en las calles catalanas. El inflamado verbo de
Rivadulla se duele de la falsedad de la democracia en que vive, queja lastimera
que conecta con la fórmula del «derecho a decidir», a decidir la secesión de
una parte del territorio nacional, los Países Catalanes, fantasía que humedece
los sueños de los sectarios de Arran, la CUP o la propia Esquerra, formaciones
adoradoras de la urna, siempre y cuando de ella se haga un uso privativo ajustado
a sus particulares intereses.
No cabe duda de que entre las
condiciones de vida presidiaria de Wilde y de Hasél media un abismo tan grande
como el que separa sus composiciones. Si en la obra del primero se relata el sereno
camino de un hombre hacia el patíbulo y su posterior descanso eterno en un
lecho de cal, en el de nuestro flamígero poeta, la composición no es más que una
rapsodia de soflamas y lugares comunes escritos por quien se sabe tan protegido
que, en un rapto de infantil rebeldía, se ha negado a colaborar en las labores
de limpieza propias de una prisión. Si el compositor de La importancia de llamarse Ernesto hubo de buscar oxígeno fuera de
su Inglaterra, el de Inhalando amor
apenas puede aspirar a reeditar la esperpéntica huida, escondido en un
maletero, de Puigdemont. Sea como fuere, en el pecado lírico lleva Rivadulla su
penitencia. Si Wilde será siempre recordado por obras como El retrato de Dorian Grey, mucho nos tememos que de Hásel quedará
poco más que una estridente pintada.
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