Libertad Digital, 29 de julio de 2021:
La
rapsodia negrolegendaria de Castillo Terrones
Bajo
el ala del sombrero -chotano, para más señas-, tantas veces embozada, una
lágrima -indigenista- asomada, -Pedro
Castillo Terrones- no pudo contener
durante su discurso de investidura como presidente del Perú, del que fueron
testigos los
congresistas de la nación, así como los presidentes de las repúblicas de Argentina,
Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, México y, citamos textualmente: su Alteza el
Rey de España.
Cuando se cumplen dos siglos desde
la cristalización de la nación política peruana, Castillo aprovechó para
saludar a los descendientes, todos ellos, al parecer, hermanos, de los pueblos
originarios del Perú prehispánico, pero también a los afroperuanos y a las «distintas
comunidades descendientes de migrantes, así como a todas las minorías
desposeídas del campo y la ciudad». Arrogándose la voz de todos ellos, el nuevo
presidente lanzó, en un equilibrado bilingüismo quechua-español, un: «¡Seguimos
existiendo!».
La afirmación dio paso a una
reivindicación de los «cinco mil años de civilizaciones y culturas
trascendentales» asentadas en la república que recién comienza a presidir,
heredera, al parecer de Castillo, del estado Wari y, posteriormente, del mítico
Tawantinsuyo, tránsito realizado de manera pacífica, dialogada, en armonía con
la Naturaleza y con la providencia siempre a favor de obra. Así, de un modo tan
arcádico, siempre según la particular visión del victorioso candidato de Perú
Libre, se vivió en aquellas tierras hasta la llegada de «los hombres de
Castilla, que con la ayuda de múltiples felipillos y aprovechando un momento de
caos y desunión, lograron conquistar al estado que hasta ese momento dominaba
gran parte de los Andes centrales». Sin sujetarse al principio de no
contradicción, Castillo afirmó una cosa y la contraria, pues si aquellas
culturas tan trascendentales como originarias habían logrado establecer un
estado tan perfecto: ¿cómo explicar la existencia de múltiples «felipillos», es
decir, de intérpretes colaboracionistas con los hombres de Castilla, y de un
estado de caos que facilitó el éxito de los barbudos?
La rapsodia negrolegendaria, no
obstante, continuó ante las barbas del rey de España. Después de trazar tan
bucólico cuadro, al que, no obstante, se le adivinaban ya algunas preocupantes
grietas hace medio milenio, Castillo atribuyó a la etapa virreinal, que mezcló
con la colonial, el establecimiento de castas y diferencias persistentes hasta
la actualidad, pues los doscientos años de independencia política peruana no
han sido capaces, logro que él pretende alcanzar ahora, de darle una solución. En
definitiva, todos los males de Perú se deben, según la encastillada visión de
don Pedro, a los tres siglos de dominación de la corona española, tiempo
dedicado a la pura extracción de minerales, al coste de la explotación de los
antepasados de los actuales peruanos, fórmula que el mentor de Errejón, José
Luis Villacañas, condensó hace años en el simplista lema, «oro y esclavos», que
obvia la realidad de que la mita, es decir, los trabajos obligatorios para
sacar metal, era una institución asentada en aquellas mineras tierras mucho
antes de la llegada de los españoles, y que la esclavitud no fue ninguna
novedad introducida por Pizarro, ese cuya casa se niega a visitar Castillo
Terrones.
No podía faltar, en un discurso tan
previsible como el de Castillo, una alusión a la revuelta encabezada por Tupac
Amaru, a quien el presidente, en atención a estos paritarios tiempos, hizo
acompañar por su esposa, Micaela Bastidas. Como el mismo presidente señaló, la
represión de aquel episodio de rebeldía terminó con las élites andinas,
reconociendo de este modo unas desigualdades que casan mal con su anhelo
igualitario. De hecho, el mitificado Tupac Amaru, lejos de ser un representante
popular, se llamaba en realidad, José Gabriel Condorcanqui, y recibió formación
en el Colegio San Francisco de Borja o Colegio de Caciques del Cuzco, regentado
por la Compañía de Jesús. Contradicciones estas, que sin duda sabrá cabalgar Pedro
Castillo Terrones sin perder su identitario sombrero.
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