La Gaceta de la Iberosfera, 5 de febrero de 2021:
https://gaceta.es/opinion/black-lives-matter-nobelado-20210205-0830/
BLM
nobelado
El 9 de octubre de 2009 la Academia
Sueca otorgó a Barack Hussein Obama el premio Nobel de la Paz por «sus
extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la
cooperación entre los pueblos». Ni siquiera había pasado un año desde que, aupado
por el voluntarista lema yes we can
–sí podemos-, Obama fuera elegido Presidente de los Estados Unidos, éxito al
que contribuyeron muchos factores. Entre ellos, tal nos parece, no fue ajena la
carga de melanina del hawaiano. Por lo que respecta a la concesión del Nobel
puede afirmarse que se trató de un premio cuasi preventivo que su trayectoria
presidencial se encargó de desdibujar, pues Obama, ejecutor de Bin Laden, bien
pudiera adjetivarse como El belicoso,
toda vez que mantuvo a sus tropas movilizadas durante más tiempo que Roosevelt,
Nixon o el propio Abraham Lincoln.
Pese a tan tozuda realidad, la
imagen que de Obama se conserva es la de un dinámico, sonriente y elegante
individuo que, de algún modo, vino a convertirse en la prueba corpórea, tan
mortal como la del imperial Augusto al que se le recordaba constantemente la
caducidad de su vida, del desagravio racial operado por la América demócrata
siempre acechada por la intransigencia republicana. Sin embargo, la gran
operación propagandística que arropó a Obama, y a los negocios que operaban
tras tan agradable carátula, resultó impotente ante determinados aspectos
estructurales del imperio de las barras y las estrellas que afloran de tanto en
tanto independientemente del color, epitelial o político, de quien se siente en
el despacho oval. Nos estamos refiriendo, naturalmente, al enorme problema
racial que las dos estancias en la Casa Blanca del presidente mulato fueron
incapaces de solucionar. Al cabo, los cimientos de los Estados Unidos de
Norteamérica se asientan sobre un sustrato esclavista cuyos efectos se hacen
notar de diferentes modos. Entre ellos, la aparición de un supremacismo negro que
recientemente ha propiciado el ataque a blancos por el mero hecho de serlo,
pues la racialización, en una época de aplastante dominio subjetivista, depende
más de quién mira que del color de quien es observado.
En este contexto, los ataques de la
negritud, identificada con la marginalidad y, en último término, con la
esclavitud, a la blanquitud, se justifican por entenderse como una suerte de
desquite o restitución histórica. En semejante ajuste de cuentas se olvida, no
obstante, que quienes llevaron a los esclavos a la tierra del Destino
Manifiesto, ya fueran británicos, portugueses o franceses, blancos al cabo,
sólo podían acceder a esas piezas –término empleado por los negreros españoles
para referirse a los hombres esclavizados- gracias a la colaboración de
esclavistas tan negros como aquellos que se hacinaban en las sentinas de los
barcos que cruzaban el Océano. En la lista de omisiones ha de añadirse que la
controversia racial tiene también
inequívocos aspectos religiosos –recordemos la Nación del Islam a la que
se acogió Cassius Clay, autor de discursos claramente racistas- que la
esclavitud también se dio, y de manera brutal, entre musulmanes. Todo ello dibuja
un conflicto blanquinegro de enorme complejidad.
En medio de tan convulso contexto ha adquirido un enorme protagonismo la
organización Black Lives Matter (BLM), que se arroga la bandera antirracista y
que fue apoyada en su día por el propio Barack Obama. Dirigido por tres mujeres
vinculadas al movimiento LGBTI, pero también a la Fundación Open Society creada
por Soros, visitante prioritario de La Moncloa y habitual benefactor del
Partido Demócrata, BLM ha operado con gran beligerancia e incluso violencia durante
el mandato de Trump, hombre blanco heterosexual en el que se ha pretendido
encarnar el problema del que venimos hablando. Desalojado Trump del poder, BLM
ha desaparecido de la racista escena callejera norteamericana. Sin embargo, la
organización podría acaparar de nuevo los focos mediáticos si prosperase la
iniciativa de Petter Eide, diputado socialista noruego que ha propuesto la entrega
del Premio Noble de la Paz a Black Lives Matter. De este laudatorio modo,
muchas de las propuestas de BLM –ingreso mínimo garantizado para personas
negras, aborto libre y gratuito para menores, acceso
a cirugías de «afirmación de género», erosión de la estructura
familiar nuclear, derecho al voto de los menores de 16 años-, recibirían un
irenista espaldarazo de resonancia mundial, global.
Aunque en esta ocasión la ceremonia habitualmente celebrada en la Sala de Conciertos de Estocolmo quedará deslucida por los efectos de la pandemia, de concederse el premio a BLM, el paso del obamismo al bidenkamalaharrismo, del Nobel al Nobel, se consumaría.
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