viernes, 17 de diciembre de 2021

Castillo Terrones: entre Túpac Amaru y la Agenda 2030

 La Gaceta de la Iberosfera, 31 de julio de 2021:

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Castillo Terrón: entre Túpac Amaru y la Agenda 2030

La subida del impuesto alcabalero que gravaba la industria de los arrieros dio lugar a la revuelta encabezada por el peruano José Gabriel Condorcanqui en 1780. Alzado contra la autoridad virreinal, don José Gabriel, que había recibido una esmerada y trilingüe -quechua, español y latín- educación en el Colegio San Francisco de Borja o Colegio de Caciques del Cuzco, trocó su nombre por el de Túpac Amaru II y sustituyó sus vestimentas hispanas por las de incaica usanza, las empleadas por sus ennoblecidos antepasados. Casado con la mestiza zamba Micaela Bastidas, Condorcanqui Noguera había sido nombrado cacique de los territorios que le correspondían por herencia, fijando en Cuzco su residencia, ciudad desde donde viajaba para controlar sus negocios.

La mecha de la rebelión, que se cobró la vida del corregidor Antonio de Arriaga, la prendió el motín de Arequipa, al que siguió el de Socorro. El lema coreado por las altas esferas criollas, las directamente perjudicadas por el alza impositiva, se escuchó décadas después, con escasas modificaciones, en otros núcleos urbanos del Imperio español: «¡Viva el rey, muera el mal gobierno!». Pronto, la revuelta criolla amplió sus dimensiones inciales, al sumarse los indios, que desplegaron una inusitada e indiscriminada violencia de la que fueron víctimas tanto criollos como españoles peninsulares. Así, el móvil y origen del conflicto se distorsionó por completo, hasta el punto obligar a las fuerzas criollas a sofocarlo. Hoy mitificado, muchos de quieren profesan admiración por Túpac Amaru II ignoran que, aunque su propósito fue expulsar de Perú a los españoles peninsulares, principales competidores de los criollos, el niño acuñado bajo la impronta jesuítica nunca cuestionó la autoridad de la Iglesia ni la de la Corona. De hecho, su mayor aspiración fue hacer valer su elevada ascendencia inca para reclamar el título de «Don José primero por la gracia de Dios, Inca Rey de Perú», aspiración que no alcanzó, pues el sedicente rey inca fue ajusticiado junto a su familia en la plaza de Cuzco, con extrema y ejemplarizante crueldad, el 18 de mayo de 1781.

Doscientos cuarenta años después del desmembramiento de Túpac Amaru, su nombre volvió a aparecer en el discurso de toma de posesión del nuevo presidente peruano, don Pedro Castillo Terrón, que lamentó que el abrupto final de la revuelta acabara con las élites andinas y subordinara aún más a la mayoría de los habitantes indígenas de su rico país. Los culpables de todo aquello fueron, así aseveró el presidente, «los hombres de Castilla», que contaron con el auxilio de un multitud de felipillos, esto es, de intérpretes que facilitaron el éxito de los codiciosos españoles dentro de la convulsa realidad que hallaron en el edénico y ecológicamente sostenible Tawantinsuyo.

El discurso del nuevo presidente peruano, trufado de tópicos negrolegendarios y evocaciones de un infantil espiritualismo, fue presenciado, ayudado por altas dosis de estoicismo, por el rey Felipe VI, heredero de aquel Carlos IV al que el artificiosamente indigenizado Túpac Amaru, cuyo nombre fue empleado a finales del siglo XX por un movimiento revolucionario, expresó su inquebrantable lealtad. Inasequible a la contradicción de reivindicar a un representante tan genuino del antiguo régimen, el virreinal, al que culpa de todos los males peruanos, Castillo, fiel observante del credo ambientalista, aunque opuesto al aborto y al matrimonio homosexual, lanzó al aire oficialista una última bermejía: no ocupará la Casa de Pizarro, vencedor en la Cajamarca en la que vio sus primeras luces quien ha accedido al poder de la nación que surgió de la transformación del Virreinato del Perú, tocado por un blanco chapeo y montado a lomos de un caballo. 

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