Artículo publicado el 12 de septiembre de 2013 en La Voz Libre:
http://www.lavozlibre.com/noticias/blog_opiniones/14/806772/la-caena/1
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La caena
Enviado
a defender Cartagena de Indias, Blas de Lezo decidió reforzar el paso de
Bocachica con unas grandes cadenas que sirvieran para impedir la entrada de
buques piratas a la bahía de tal nombre. El heroico medio hombre había tomado la idea de su localidad natal, pues en
Pasajes, hoy renombrada, gracias a las ocurrencias ortográficas aranianas en
Pasaia, se dispuso una defensa de este tipo un siglo antes. A las órdenes del
militar vascongado batalló destacadamente otro marino que respondía al nombre
de Pedro Mas…
Don
Blas debía su malicioso apodo a la pérdida, en diversos lances bélicos, de una
pierna, un ojo y un brazo, amputaciones sufridas defendiendo la causa borbónica
que situó a Felipe V y sus sucesores en el trono español. Tres siglos después
de que la cirugía sin anestesia comenzara a hacer presa en Blas de Lezo, otra
cadena, esta vez humana, pretende recorrer esa misma Cataluña que fue el último
escenario de una guerra civil española.
A
principios del siglo XX, perdido el suculento y proteccionista mercado
caribeño, algunos catalanes, enfermos de hispanofobia y metidos a patrióticos sastres,
tomaron como patrón las novedosas banderas cubana y puertorriqueña para
alumbrar una variante de la clásica bandera cuatribarrada aragonesa: había
nacido la hoy omnipresente bandera estrellada.
Tres
siglos después de que Lezo trocara su pierna por una pata de palo, el conflicto
causante de la adquisición de tal prótesis sigue vigente debido a que una
historiografía falsaria y subvencionada por la causa secesionista, presenta la
Guerra de Sucesión como una guerra de España contra Cataluña. Al parecer,
Felipe V habría acabado con las libertades del pueblo catalán, que así
consideran los sediciosos el modelo en el cual hundía sus raíces el Antiguo
Régimen. En paralelo a la elaboración de los embustes historiográficos, el
visceral odio hacia lo español se incubó, a principios del siglo XX, en
gabinetes de antropología consagrados a demostrar la superioridad racial de los
habitantes de la margen izquierda del Ebro. Los catalanes, arios al cabo, se
diferenciaban, además, por el uso de una lengua cuyo valor encarecía la iglesia
regional en el suministro del pasto espiritual. Al parecer, el rezo en tal
idioma garantizaba la cercanía a Dios.
Tras
la II Guerra Mundial, derrotado el gran impulsor de la Europa de los pueblos:
el nazismo, la lengua comenzó a prevalecer sobre las formas craneanas, la
cultura se imponía a la arrumbada frenología. Después de Nuremberg tocaba
reivindicar las señas de identidad, aunque persistiera un cierto racismo
regionalista circunscrito al ámbito animal.
Ya
en los estertores del franquismo, el catalanismo supo jugar sus bazas y
situarse estratégicamente hasta el punto de lograr que la actual Constitución,
con su trasfondo suicida, concediera espacio y legalidad a la existencia de
partidos programáticamente secesionistas. El fundamentalismo democrático que
atrapó y aún envuelve a la nación española, haría todo lo demás. Superado el
esencialismo de la España eterna, irrumpían los nuevos mitos. En la España autonómica
que reproducía en sus regiones la estructura de un estado, los nuevos
presidentes, de izquierdas o derechas, conservadores o progresistas, se
aprestaron a reclamar los reaccionarios derechos históricos que quebraban la
idea misma de ciudadanía política.
Las
identidades fabricadas al efecto pronto reivindicarían ser liberadas del
opresor yugo español, y así, ocurrentes fórmulas, muchas importadas de la
desnazificada Alemania, se plantearon como el culmen de la originalidad, el
bálsamo de fierabrás que restañaría las heridas todavía abiertas por la
opresora España. Huelga decir que el federalismo, acaso porque de la
socialdemocracia germana llegaron suculentas remesas de marcos, fue una de las
soluciones más esgrimidas para el encaje de algunas regiones. Un federalismo
que no es sino la antesala de la anhelada independencia. Sea como fuere, el
modelo federal hispano suele acompañarse de unos datos históricos, a menudo
falaces, que, al parecer, reforzarían la propuesta. Y esto lo decimos
rememorando el patriótico bando escrito por el austracista Casanova:
«…se confía, que todos como
verdaderos hijos de la Patria, amantes de la Libertad, acudirán a los lugares
señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su
honor, por la Patria y por la libertad de toda España,…»
Pese
a todo, vano intento es tratar de refutar los embustes históricos del
separatismo y sus huecas y solemnes ceremonias, pues neutralizado este frente,
será la fe, que no la razón, quien salga al auxilio de la hispanofobia que
alimenta la cadena humana que, auspiciada por los más altos representantes de
la nación española en dicho territorio, ha recorrido Cataluña este gris 11 de
septiembre de 2013. En definitiva, el separatista, además de esgrimir agravios
relativos al huevo o al fuero, apelará a sus sentimientos, a una fina, pacífica
y democrática sensibilidad que le impide estar a gusto en España.
Pero
si penetrar en esas braquicéfalas o dolicocéfalas cabezas es difícil, aún más
complicado es entender cómo los sucesivos gobiernos de la nación han asumido
tan disparatada ideología. Encadenados al más rígido formalismo democrático, a
los mitos de la Cultura y al ya rancio papanatismo europeísta, nuestros
dirigentes poco pueden ya hacer para contener tales derivas, máxime cuando su
confusa idea de tolerancia les ha maniatado.
Encerrados
en su leguleyo mundo, nuestros políticos son incapaces de percibir que la
destrucción de la nación, que no otra cosa es eso que llaman soberanismo,
encierra graves delitos. La secesión, para el resto de españoles, al menos para
aquellos que son conscientes de que la nación es algo más que una carta magna,
que es también, en definitiva, territorio y recursos, es un robo.
Con
el tedioso debate sobre la cantidad de eslabones humanos que han recorrido
Cataluña como fondo, cabe comparar la cadena de Lezo y la de Artur Mas. Si la
primera era el borde bélico de la España de la época ante la que acometían los
enemigos de la misma, las terceras potencias con las que siempre hay que contar
en el tablero político, la Vía Catalana no es sino un grave desafío consistente
en la traza de una nueva frontera que quiebra por completo la idea de soberanía,
pues sólo decide quien ya es soberano, y anuncia inesperadas consecuencias.
Pese
a su melifluo envoltorio, la Vía Catalana, muestra hasta qué punto un gran
conjunto de españoles ama los grilletes y reclama, como ya lo hicieron sus
compatriotas hace dos siglos, unas nuevas caenas…
europeas, por supuesto.
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