Reseña de José Manuel Rodríguez Pardo publicada en Connotas. Revista de Crítica y Teorías Literarias, (enero 2014 - diciembre 2015, Hermosillo, Sonora, México, pp. 239-249)
Iván Vélez. Sobre la Leyenda Negra
Fue en 1914
cuando el «mozo de lenguas» Julián Juderías publicó su texto ganador del premio
convocado por la revista La Ilustración Europea y Americana en el año
1913 sobre la imagen de España en el extranjero. En él definía la Leyenda Negra
como «la leyenda de la España inquisitorial,
ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos lo mismo ahora
que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas; enemiga del progreso
y de las innovaciones; o, en otros términos, la leyenda que habiendo empezado a
difundirse en el siglo XVI, a raíz de la Reforma, no ha dejado de utilizarse en
contra nuestra desde entonces y más especialmente en momentos críticos de
nuestra vida nacional» (Julián Juderías, La Leyenda Negra. Estudios acerca
del concepto de España en el extranjero.
Octava edición. Casa Editorial Araluce, Barcelona, 1941, pág. 20).
Justo un
siglo después de que Julián Juderías publicase su obra clásica, el prolífico
filósofo español Iván Vélez ha publicado su obra Sobre la Leyenda Negra,
donde no sólo profundiza en la temática abordada por el propio Juderías, Emilia
Pardo Bazán o Vicente Blasco Ibáñez (a quienes Iván Vélez dedica extensos
capítulos de su libro), en cuyas obras se acuñó el término «Leyenda Negra».
Vélez va más allá: además de hacer arqueología del término, pretende mostrar
cómo la Leyenda Negra está más viva que nunca, esta vez bajo formas mucho más
sutiles que enarbolan los modernos enemigos de la Nación Española y de la
comunidad hispánica de naciones en la que se encuentra integrada: los
nacionalismos fraccionarios, los partidarios del indigenismo que corrompen la
Idea de Hispanidad y los pánfilos que defienden al Islam como una religión de
paz y colaboran en la restauración de una idealizada Al Andalus.
Tenemos ante
nosotros un libro compuesto de una miscelánea de temas relativos a la Historia
de España y su visión negrolegendaria, algunos previamente publicados en otros
lugares, como la revista digital El Catoblepas, y articulados mediante
el sistematismo del materialismo filosófico fundado por Gustavo Bueno, que
cumple ya el final de su cuarta oleada, con influencia en los más diversos
lugares del mundo, especialmente en la comunidad hispánica de ambos
hemisferios.
En el Prólogo
de la obra (págs. 7-15), Pedro Insua destaca esa idea de deformación
caricaturesca de la Historia de España, convertida en «ese
monstruo amorfo, devorador de civilizaciones, del que hablaba Draper. Este
retrato, o mejor, insistimos, caricatura negrolegendaria tiene, además, efectos
prácticos inmediatos, de nuevo en contraste con Alemania, dificultando,
obstaculizando e incluso poniendo en riesgo la propia persistencia actual de España
como nación. […] De este modo aparece esta caricatura de España como una
configuración, que es el contenido fundamental de la Leyenda Negra, que nada
tiene que ver con su Historia, con la verdad histórica de España, sino más bien
con una ficción que, en seguida, sirve de arma ideológica, bien dentro de
España, alimentando a aquellas facciones sediciosas que buscan la desafección
hacia España, bien fuera de ella, en favor de las naciones rivales. Una
caricatura, en todo caso, que solo se revela como tal cuando lo podemos
contrastar con el original» (págs. 11-12).
Un ejemplo paradigmático de todo ello es la expulsión de
los judíos de España en 1492, cuya singularización omite las expulsiones
realizadas previamente en otros lugares de Europa, tales como la de Inglaterra
en 1290, las realizadas en numerosas ocasiones por Francia en el siglo XIV o en
1497 de Portugal, previamente en Lituania en 1445 y 1495, etc., todas ellas sin
posibilidad alguna de conversión al cristianismo, que es lo que realmente caracteriza
a la realizada por España (la mayor parte de los judíos aceptaron bautizarse
antes de ser expulsados o incluso retornando poco tiempo después), aparte de
que conservaron sus bienes. Sin embargo, «mediante esta metodología de
omitir/exagerar, aplicada al asunto de la expulsión de los judíos, España
aparece retratada, singularizada, significada, como la “destructora de Israel”,
sin más» (pág. 14).
Así, frente
a la omisión y exageración que caracteriza a lo que Gustavo
Bueno ha denominado como «metodología negra», consistente en «omitir y
exagerar», como decía Juderías, en comparación con las obras de otros países de
Europa, como Francia, Inglaterra o Alemania, Vélez propone otra
perspectiva: «Así, revirtiendo, decimos, la
metodología negra (en donde hay omisión,
practica Vélez la alusión; en
donde hay exageración, Vélez
pone proporción), se van
enmendando, resolviendo, cuestión a cuestión, los perfiles caricaturescos que
de España arroja la Leyenda Negra, hasta reducirlos a un retrato de España más
ajustado a la realidad histórica. Una realidad histórica que resulta ser, a la
postre, bastante más favorable a España de lo que muchos querrían, contrastando
enormemente el retrato verdadero que de España descubre la Historia, con el que
viene ofreciendo la Leyenda, aún siendo verdad que se propaga mucho más la
caricatura negrolegendaria que el retrato histórico. Es más, todo el mundo,
empezando por los propios españoles, ha oído hablar de la caricatura; pocos
conocen el retrato» (pág. 15).
El propio
Iván Vélez señala como rasgos principales de esa Leyenda Negra antiespañola «el
fanatismo, la intolerancia y el oscurantismo cuyo máximo símbolo era la
Inquisición, obstáculo insalvable para que en ella penetren los aires de
progreso que iban ligados a la reforma protestante. Son éstos algunos de los
conocidos rasgos de la Leyenda Negra, cuya influencia es tan grande que
envuelven ideológicamente toda una metodología de interpretación de la Historia
de España construida sobre las que cabe denominar cuestiones negrolegendarias a
las que vamos a dedicar este trabajo que no se detendrá en algunos temas
clásicos de la Leyenda Negra —Inquisición, Antonio Pérez, Las Casas...— sino
que tratará de avanzar en las líneas que consideramos profundizaciones o
desarrollos de tal leyenda, líneas actuales como puedan ser el indigenismo o la
islamofilia» (págs. 21-22).
Así, como no
podía ser de otra forma, Vélez dedica un importante capítulo de la primera
parte de su obra en analizar el tópico principal en todo el mundo para definir
la Leyenda Negra: la denostada «Inquisición Española», convertida en
paradigma de la cerrazón, fanatismo y oscurantismo hispánicos por escritores de
la mayor importancia de la literatura universal: ya fuera Edgar Allan Poe en su
relato El pozo y el péndulo, que recrea un ambiente de mazmorras del que
el protagonista es rescatado de la ciudad de Toledo por un general francés
durante la Guerra de Independencia española (llevado por su compatriota Roger
Corman al cine), o la figura del «Gran Inquisidor» de Sevilla que Dostoievski retrató en Los hermanos
Karamazov, el Tribunal del Santo Oficio representa el paradigma de
la «España negra». Un tribunal que, por el contrario, comparado a las
inquisiciones de los países protestantes (éstas desaparecidas de los libros por
efecto de la metodología negrolegendaria) no tuvo nada de malévolo: «Los
números se han rebajado sensiblemente, y hoy es aceptada la idea de que la
Inquisición, en sus 356 años de existencia, ajustició en la hoguera a unos
2.000 judaizantes, a los que han de sumarse cerca de 300 moriscos, 150
protestantes o iluminados, 130 acusados de sodomía o bestialismo junto a varias
decenas de brujas. Cifras, en todo caso, muy alejadas de los cientos de miles
de brujas y católicos eliminados en los países protestantes» (pág. 45).
De hecho,
fue la Corona de Aragón y no Castilla la que implantó en el siglo XIII una
inquisición dependiente directamente del Papado; la denominada «Inquisición
Española» fue una «usurpación» que realizaron los Reyes Católicos del tribunal eclesiástico,
convertido ahora en tribunal político y aceptado a regañadientes por el
pontífice Sixto IV que otorgó la bula correspondiente en 1478. Una inquisición
que además no persiguió a judíos sino a cristianos, ya fueran nuevos o viejos,
y solicitada especialmente por los nuevos, tanto para perseguir a los
cristianos que seguían judaizando, poniendo en evidencia al resto, como para
evitar las persecuciones que los cristianos realizaban contra los judíos. «La
iniciativa fue alentada, en gran medida, por los cristianos nuevos o conversos,
muchos de los cuales, pues la mayoría de judíos pobres se mantuvo fiel a su
religión, mantuvieron o accedieron a puestos destacados, al margen de la
sinceridad con la que profesaran la fe católica. La nueva institución servía
para castigar a aquellos que, convertidos a la fe católica, regresaban a
prácticas judaicas, al tiempo que ponía coto a los desmanes cometidos
anteriormente» (pág. 47).
Otro de los
tópicos de la Leyenda Negra es la supuesta crueldad y rapacidad de España en
América, literalmente el exterminio de pueblos indígenas y culturas enteras,
que retrató de forma caricaturesca (esto es, a la manera negrolegendaria) el
escritor español Rafael Sánchez Ferlosio en su obra del año 1994 Esas Yndias
equivocadas y malditas, donde no hace más que difundir la famosa idea del
«Encuentro entre dos mundos» que se utilizó en 1992 como lema para no hablar de
«descubrimiento», «conquista» u otras palabras ofensivas a oidos piadosos. Pero
la idea de «encuentro» parece suponer una trayectoria lineal en la misma
dirección pero de sentido opuesto que llevasen los españoles y los amerindios
precolombinos, cuando la realidad es que fue España y no esos amerindios quien,
gracias a Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano y otros navegantes definió los
límites del globo terráqueo, la primera globalización en sentido estricto, y
dibujó la geografía de una América cuyo descubrimiento fue constitutivo de una
nueva realidad, esto es, transformó el mundo que hasta entonces se conocía: «En
cualquier caso, la empresa del Descubrimiento y conquista de América no permite
simplificaciones tales como la llegada de unos españoles que acceden a una
tierra que se presenta como totalidad. Tal totalización, cuando menos
geográfica, sólo pudo hacerse tras la llegada precisamente de los españoles,
quienes dieron nombre a un todo que encubría la realidad de unos pueblos
distintos entre sí —en muchos casos inconexos— cuya existencia era conflictiva»
(pág. 69).
Lejos de la
perspectiva negrolegendaria que presenta a los españoles como seres rapaces y
depredadores, la obra de España en América fue civilizadora; una obra que desde
el primer momento entró en conflicto precisamente con los misioneros que se
empeñaban, en virtud del don de lenguas del Espíritu Santo tan caro al
indigenismo actual, simplemente enseñarles los Evangelios en sus dialectos
tribales para su salvación espiritual, y no, como señaló el jurista Juan de
Solórzano Pereira, la formación de «”hombres políticos”, para lo cual debían
ser atraídos a las ciudades e integrarse en instituciones hispanas de carácter
civil y religioso. Los objetivos no eran nuevos, pues éstas eran las
originarias indicaciones que se dieron con un objetivo: la construcción de un
imperio generador, civilizador en suma» (pág. 71).
De hecho, se
mantuvieron estructuras anteriores a la conquista, «entre las cuales destaca la
figura de una nobleza hereditaria, los llamados curacas —legítimos señores a
ojos de Las Casas— a cuyo servicio, no siempre ingenuo, continuaron estando
numerosos cabecillas indígenas. Este conservacionismo fue útil a la hora de
adaptar algunas instituciones castellanas como el cabildo. Una cédula del año
1549 sienta las bases para instaurar el cabildo en las ciudades indias, siendo
los hombres más destacados de las mismas, indios en definitiva, los que
ocuparon los cargos principales» (pág. 92). En definitiva, el Imperio Español
asimiló a los indígenas como súbditos suyos en lugar de exterminarlos; fue,
como señala Gustavo Bueno, un imperio generador, a la manera del Imperio
Romano, y no un imperio depredador como el inglés o el portugués, dedicado
solamente a extraer beneficio económico de colonias o factorías a las que se
dejaría de lado una vez que no fueran rentables.
En la obra
de Iván Vélez no podían faltar referencias a escritores tan significativos como
Emilia Pardo Bazán y Vicente Blasco Ibáñez, así como su contribución a darle
cuerpo al término «Leyenda Negra»; Pardo Bazán con su famosa conferencia «La
España de ayer y de hoy» (1899), donde compara la denominada «Leyenda negra» a
la presunta «Leyenda rosa» (págs. 219 y ss.), y Blasco Ibáñez con disertación
sobre idéntico tema en conferencias durante su gira por Argentina como «La
Leyenda Negra de España» (1909). Además, Blasco argumenta «en sintonía con los
primeros que se ocuparon de la naturaleza del Imperio español, defensores de la
tutela del indio ignorante del catolicismo, que era visto como una suerte de
buen salvaje o niño al que se debía tutelar por medio de las instituciones
españolas hasta alcanzar su madurez no sólo en materia religiosa, sino también
en lo tocante al orden político, y ello sin perjuicio de que los españoles
reconoceran y aun respetaran ciertas estructuras precolombinas. El Imperio
trataba de dotar de “policía” al indio, “policía” o civilidad que, una vez
adquirida, permitirá que surjan las ya citadas naciones fundadas en el siglo
XIX sobre estructuras en modo alguno indígenas» (págs. 251-252).
Culminaba
Juderías su famoso relato sobre la Leyenda Negra resaltando «la actitud digna y
serena del pueblo que hizo tanto en el mundo y que aspira tan sólo a la
consideración y al respeto de los demás» (Julián Juderías, La Leyenda Negra,
ed. cit., pág. 528), lo cual da que pensar acerca de la vigencia de la
cuestión negrolegendaria, que quedaría como una mera controversia metodológica
para explicar «el pasado». Pero lo cierto es que la Leyenda Negra es parte
fundamental de nuestro presente, y el gran mérito del libro de Vélez es
demostrarlo con la crítica a auténticos engendros ideológicos como el
indigenismo, abanderado por impostores tales como el recientemente fallecido
escritor Eduardo Galeano y su ignominioso libelo Las venas abiertas de
América Latina (1971), donde se realiza una exposición de todos los tópicos
candentes en la Hispanoamérica de la Guerra Fría infestada de una modulación
del indigenismo, la Teología de la Liberación.
Indigenismo que toma su
referencia de la identificación realizada por el mejicano Carlos de Sigüenza y
Góngora en la segunda mitad del siglo XVII, «quien identificará al legendario
semidiós maya [Quetzalcoalt] con Santo Tomás, quedando así resuelto el problema
de la incomunicación cristiana de los nacidos en el Nuevo Mundo antes de la
llegada de los españoles» (pág. 135), idea recuperada un siglo más tarde, en
los prolegómenos de la independencia americana, por el clerigo Fray Servando
Noriega de Mier, deduciéndose de semejante interpretación teológica (que
consideramos una alucinación, un delirio) precisamente lo que la Historia común
de España y América a todas luces negaba: que América fuese una unidad
perfectamente definida y con una identidad cristiana previa a la presunta
«invasión» de los opresores europeos.
De este modo, en los años
previos a la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América,
surgieron toda una serie de instituciones y eventos de marcado carácter
indigenista, como el denominado «I Simposio Iberoamericano de Estudios
Indigenistas, ocurrido en Sevilla en diciembre de 1987 y organizado por la
Comisión Nacional Española para la Conmemoración del Quinto Centenario del
Descubrimiento de América, evento que sucedió a la Reunión de líderes Indios
celebrada en Madrid un año antes. […] El Simposio sevillano dejó una
ilustrativa declaración en la que se habla de “estado español”, pretendida
superestructura que, al margen de servir para omitir el vocablo tabú —España—,
envolverá a naciones étnicas peninsulares del mismo modo que lo habría hecho en
América el Imperio español. La declaración auspiciada por instituciones
españolas, desaconsejaba celebrar los fastos del V Centenario con estos
argumentos: “1992 no debe ser motivo de celebración, ni mucho menos un punto de
apoyo para la continuidad de la dominación sobre los pueblos y las culturas
indias ni para la exaltación del proyecto civilizatorio europeo sobre las otras
civilizaciones”, [...]» (págs. 309-310).
O, en fecha más reciente,
la Constitución de lo que se denomina como «Estado Plurinacional de Bolivia»,
cuyo «reconocimiento de las diversas nacionalidades étnicas bolivianas puede agitar
la secular rivalidad, de tintes raciales, no sólo entre los populares “cambas”
y “collas”, sino, a escalas más reducidas, entre minorías mucho menos
reconocibles. En definitiva, una Bolivia plurinacional es, por su condición de
contradicción de términos, políticamente inviable, y la fragmentación impulsada
desde sus mismas instituciones no es más que una oferta a terceros para
aprovechar esta autoinducida división que pone en bandeja victorias comerciales
o políticas a naciones que no se hayan dejado arrastrar hasta tales extremos
por el Mito de la Cultura» (pág. 311). De hecho, la Leyenda Negra parece
reavivarse en Hispanoamérica al calor de este secular indigenismo «cuando una
empresa española se implantan exitosamente en Hispanoamérica. El recelo, cuando
no las descalificaciones con las que son recibidas, vienen frecuentemente
unidas a la acusación del pretendido intento, por parte de tales empresas, de
resucitar un colonialismo que nunca existió, como hemos tratado de probar, en
unos territorios cuya articulación dentro del Imperio se hizo por medio de
instituciones que distaban enormemente de las colonias con que otros imperios
rivales abrieron sus horizontes» (pág. 312).
No podemos sino
finalizar esta reseña de la misma manera que lo hace el autor del libro:
citando la amenaza que constituye para España la actual islamofilia y el famoso
«Mito de las Tres Culturas», otro jalón fundamental en la pervivencia de la
Leyenda Negra en nuestro presente, el mito de una España intolerante que habría
destruido esa presunta convivencia pacífica entre judíos, cristianos y
musulmanes. Fábula invocada por escritores como el español Juan Goytisolo y que
hoy constituye una referencia imprudente, sobre todo desde que el yihadismo más
radical, el que va de Bin Laden al actual Estado Islámico, reivindica la
recuperación de Al Andalus, la actual España, como territorio que fue islámico
y debe volver a serlo por todos los medios. Goytisolo, que fue «discípulo de
Américo Castro y autor de Reivindicación del conde Don Julián (1970),
novela de fuerte contenido simbólico dedicada al más representativo traidor de
la historia española» (págs. 314-315), es el ejemplo de pánfilo («amigo de
todos») que, ignorando la amenaza real que implica remover esos pasajes
medievales de la Historia para quienes los viven como de plena actualidad (como
los mentados yihadistas), habla con ignorancia e inconsciencia, asumiendo en el
fondo la propia idea negrolegendaria de una España destructora de idílicos
pueblos que convivían en armonía y paz.
Y es que, como
culmina Iván Vélez su libro, «la islamofilia puede favorecer proyectos que
operan en contra de la Nación española, abriendo el camino a un peligro cuyo
objetivo final se sitúa —así se ha manifestado de manera explícita desde
ciertas posiciones islamistas— en la restauración de Al Ándalus, territorio
que, lejos de identificarse con la Andalucía actual, incluiría la práctica
totalidad de la Península, afectando así no sólo a España y Portugal, sino
también a los proyectos secesionistas que tratan de construir nuevas naciones
independientes a partir de postulados hispanófobos. Tan sólo cabe conjeturar
que la islamización de España podría mantener la unidad de la misma al verse
integrada en el califato universal que propugna Al Qaeda, si bien ello se
alcanzaría al precio de perder su identidad» (pág. 319).
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