Artículo publicado el viernes 22 de junio de 2018 en El Mundo:
http://www.elmundo.es/opinion/2018/06/22/5b2bb7b3e5fdeaee658b45f7.html
http://www.elmundo.es/opinion/2018/06/22/5b2bb7b3e5fdeaee658b45f7.html
¿Renovar
el pacto constitucional?
Bien sé a quuantos contradigo…
Francisco
de Quevedo
Menos de una semana después de la
toma de posesión de Pedro Sánchez ante el Rey, del cargo de Presidente del
Gobierno de España, el federalismo ha regresado al primer plano de la
actualidad política. Si en su primera semana como Ministra de Política
Territorial y Función Pública, Meritxel Batet, en una intervención ante su
partido, el PSC, invocó las virtudes taumatúrgicas el diálogo, y afirmó que era
necesaria una reforma constitucional tan urgente como viable, e incluso
deseable, con el noble propósito de que Cataluña se sintiera «feliz dentro de
España», un conjunto de intelectuales han dado continuidad a esas palabras,
mediante el manifiesto titulado Renovar
el pacto constitucional.
El escrito comienza denunciando el «repliegue»
de una Estado que ha respondido con «inmovilismo» a los «errores» de los
independentistas catalanes, insinuando, en este y en otros pasajes, la
existencia de una suerte de teleología política que conduciría
indefectiblemente hacia la estructura política que el colectivo abajofirmante
propone. Es decir, hacia un modelo federal del cual nada se precisa, pues en
cuanto aparece tal fórmula, una pregunta surge automática: ¿cuántos y que
nombres tienen los sujetos federables? Una pregunta que requiere de respuesta,
pues en el momento de contabilizar los territorios federables, recordemos la
experiencia cantonalista, es muy probable que el número de aspirantes superaría
todas las expectativas. Muchos de los redactores del manifiesto, cultivadores
del mito de la II República, también parecen haber olvidado de que en los
ambientes germanizantes en que se redactó su Constitución, se evitó
cuidadosamente el modelo federal. La II República se definió como un «Estado
integral compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones», y se
proclamó sobre un territorio que ya había estado reagrupado en función de
parámetros eclesiásticos o militares, que prefiguraron, más las primeras que
las segundas, las actuales delimitaciones autonómicas. Una geografía que
incluso contó con otro orden germanizante, el nazi, cuyo diseño de la
cartografía hispana, fechada en 1945, tiene indudables semejanzas con la España
que finalmente se configuró con el concurso de marcos alemanes, altas dosis de socialdemocracia
incubada durante la Guerra Fría, y falsilla constitucional germánica.
El manifiesto, huelga decirlo, mira
directamente a la Cataluña que aspira, por boca de sus actuales representantes
políticos, a la independencia. Por ello causa estupor leer en él afirmaciones
tales como que «las reivindicaciones nacionales catalanas, vascas, gallegas o
de otros territorios…», no deben entenderse como «una amenaza a la democracia
española ni a la unidad del Estado». Cabe, pues, preguntarse, ¿en nombre de qué
espiritualismo se puede caracterizar la secesión, como una simple cuestión de
anhelos? Sólo una visión sublime, despegada
de la tierra, propiedad de todos y no de unos cuantos españoles, por más
henchidos de supremacismo que estén, puede ocultar el hecho de que tal secesión
supone la expropiación de parte del territorio nacional, incluidos sus
recursos, por un conjunto de compatriotas allí asentados.
El texto gravita una y otra vez sobre
las cuestiones identitarias y la búsqueda del acomodo de sus reivindicaciones,
sin aclarar si estas identidades existen desde la noche de los tiempos, o son
simples subproductos elaborados con materiales etnolingüísticos, cuando no
racistas, disueltos en agua bendita. En la España de la inmersión lingüística
obligatoria, no deja de sorprender que el manifiesto sostenga que una buena
gestión de las tales aspiraciones identitarias «ha de conducir a una España más
cohesionada, más tolerante y más estable».
Tras estas consideraciones de
carácter general, el escrito localiza, certero, el origen de todo el problema:
la sentencia constitucional 31/2010, que bloqueó la mágica solución alumbrada
por Maragall y Rodríguez Zapatero, cuyo paso por las urnas logró el apoyo del
36% de eso que se ha dado en llamar, bajo la actual divisa amarilla, un sol poble. Así presentada la
situación, los autores parecen solicitar un gesto de generosidad hacia unas
comunidades de las que se acentúa su carácter «histórico», adjetivo que nada
añade, a no ser que se busquen legitimidades en el Antiguo Régimen, pues, ¿acaso
las revoluciones que transformaron a los súbditos en ciudadanos no se hicieron
sobre determinados escombros puramente históricos?
El manifiesto parece otorgar unas
esencias nacionales, en el sentido político, a las tales comunidades históricas
que, tan resignadas como generosas, habrían aceptado carecer «de poder
constituyente», en aras de un acuerdo de equilibrio, de «un pacto entre
personas». El espectro de Rousseau parece desfilar por la pantalla del
ordenador, antes de que aparezca la siguiente imagen apocalíptica, aquella que
va ligada al poderoso tabú de la recentralización. Izquierdistas confesos, bien
que casi siempre indefinidos, muchos de los que han sumado su pluma al remolino
de firmas que figura al pie del texto, acaso desconozcan estas líneas escritas
por Lenin hace poco más de un siglo en su El
Estado y la Revolución:
El
federalismo es una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas
del anarquismo. Marx es centralista. […] ¡Sólo quienes se hallen poseídos de la
“fe supersticiosa” del filisteo en el Estado pueden confundir la destrucción de
la máquina del Estado burgués con la destrucción del centralismo!
«Todo camina hacia atrás, como si
el diseño territorial de 1978 hubiese sido un error que debe ser corregido
devolviendo poderes al centro», afirman fatalistas los redactores de un
manuscrito bajo cuyas líneas parece operar un determinado final que obliga a
corregir los yerros centralizadores. Una corrección que debe evitar –la
terminología guerracivilista o abertzale brota, irenista, en este punto- la
existencia de vencedores y vencidos. La salida debe ser civilizada,
reconocedora de la diversidad y consolidadora de una unión sólo posible bajo
una forma federal. Para nuestros conciudadanos, todos los caminos territoriales
conducen a Quebec. Allí donde un suponemos que pulcro tribunal, sentenció hace
dos décadas que:
La
democracia no se agota en la forma en la que se ejerce el gobierno. Al
contrario, la democracia mantiene una conexión fundamental con objetivos
sustantivos, el más importante de los cuales es el autogobierno. La democracia
da cobijo a las identidades culturales y grupales. Dicho de otra manera, el pueblo
soberano ejerce su derecho al auto-gobierno a través de la democracia.
Como colofón a la propuesta renovadora
no podía faltar la apelación a otro mito, el de Europa. La impronta orteguiana
aparece de nuevo al invocar a una Europa «que podría ofrecer una propuesta
constitucional inclusiva que asegurase la concordia y ofreciese estabilidad y
seguridad para una generación». Pudorosos, acaso para ocultar sus fuentes, los
autores no han incluido la sentencia que don José expelió en su día. España es
el problema y Europa la solución, parece clamar un texto tan oportunista que
sintoniza perfectamente con lo manifestado por el nuevo Presidente. En efecto,
casi al tiempo que se escogían las palabras del texto comentado, don Pedro
Sánchez Pérez-Castejón, en cuya estela se adivinan canonjías, afirmó que Europa,
el lugar en el que los catalanistas buscan la internacionalización de su causa
secesionista, es «nuestra nueva patria».
1 comentario:
La gripe española, otra jugada de los periódicos franceses dentro de las reglas de alimentación de la Leyenda Negra. La llamarón así porque las primeras noticias sobre esta terrible pandemía salieron de los periódicos penínsulares. Como la del "vientre o diarrea española" de los anglos, jugada maestra, que cuesta mucho más refutar que expandir.
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