Artículo publicado el 1 de diciembre de 2018 en El Debate:
https://eldebate.es/rigor-historico/el-arbol-de-la-noche-triste-un-monumento-vegetal-20181201
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El
árbol de la Noche Triste. Un monumento vegetal
Muerto a causa de la epidemia que
asoló la asediada Tenochtitlan, el tlatoani
Cuitláhuac, sucesor de Moctezuma, cuenta con una estatua monumental en la
Ciudad de México. Su sucesor, Cuauhtémoc, ejecutado en Las Hibueras y
protagonista de diversas escenas de tintes románticos, da forma a un bronce
desde que, en 1887, en pleno porfiriato, fue situado sobre tres cuerpos
piramidales de piedra volcánica y mármol. La leyenda, «A la memoria de Quauhtémoc
y de los guerreros que combatieron heroicamente en defensa de su patria»,
completa el conjunto. A
diferencia de los tlatoanis mentados, Moctezuma y Cortés han tenido menos
suerte en el espacio público. El primero es considerado un hombre pusilánime que
se entregó a los españoles, mientras el segundo sigue revestido por los más
burdos ropajes negrolegendarios.
A pesar de que autores mexicanos como
José Vasconcelos o Juan Miralles calificaron a Hernán Cortés como padre o
«inventor» de México, ciertos sectores ideológicos siguen confundiendo el
Imperio mexica con un México, el actual, heredero del Virreinato implantado
después de la conquista encabezada por el iconográficamente desaparecido Cortés.
La sinécdoque, siempre apoyada por cierto indigenismo arcádico, favorece una
visión histórica de México teñida de esencialismo, similar a la de algunos
ambientes patrios que cultivan la idea de la España eterna. En ese contexto, y
en consonancia con su papel popular, el del malvado español que irrumpe en la
límpida civilización mexica, Cortés sigue confinando escultóricamente en el
hospital de Jesús que él mismo fundó y que hoy sigue funcionando. Un busto obra
del dieciochesco Manuel Tolsá y una sencilla placa de bronce colocada en un lateral
del altar de la iglesia que forma parte del complejo hospitalario, son todos
los elementos monumentales que el visitante, tras algunos esfuerzos, puede
contemplar en la que fuera capital de la Nueva España. Atrás quedaron algunos
intentos laudatorios, como el llevado a cabo en 1982, cuando la estatua que se
erigió en Coyoacán hubo de ser retirada ante las airadas protestas del ofendido
vulgo.
Si esta es la situación en México,
al otro lado del charco, Atahualpa y Moctezuma cuentan desde el reinado de
Fernando VI con sendas estatuas en la fachada del Palacio Real de Madrid.
Integrados dentro del conjunto de reyes hispanos, su presencia responde a un
deseo integrador de aquellos imperios doblegados por Cortés y Pizarro, cuyas
gentes quedaron sujetas, en mayor o menor medida, a de las instituciones
virreinales.
Pese a la práctica ausencia pública
de elementos que remiten a la conquista, la capital mexicana conserva un
vestigio relacionado con uno de los episodios más dramáticos de aquellos
lejanos días: la Noche Triste, de la que conviene dar una pincelada. Después del
regreso de Cortés desde la costa, a la que acudió para neutralizar a Pánfilo de
Narváez, el metelinense encontró una ciudad alterada por la matanza del Templo
Mayor, ordenada por Alvarado. Con los españoles hostigados en el Palacio de
Axayácatl, sin opción de mantenerse por más tiempo, Cortés decidió retirarse,
salir de la ciudad aprovechando la noche. Antes de la huida se repartió el
tesoro, que para algunos constituyó un verdadero lastre con el que se hundieron
en las aguas lacustres. Se calcula que unos siete u ocho mil hombres, entre
ellos, mil trescientos españoles y los hijos del fallecido Moctezuma,
abandonaron el Palacio, amparados en la oscuridad del 30 de junio de 1520. Al
frente de la columna, el capitán Magariño debía ocuparse de que un puente
portátil sirviera para cruzar las cortaduras de la calzada de Tlacopan. Según se
contó, una mujer, que había salido a buscar agua, dio la voz de alarma. Alertados
por sus gritos, los guerreros mexicas se lanzaron sobre los españoles y sus
aliados tlaxcaltecas. En el paso de Tecpantzinco, el puente quedó clavado en el
fango. Muchos lograron cruzar, sin embargo, la retaguardia, en la que iban
Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, no lo consiguió. Masacrados por los
mexicas, los cadáveres de los españoles y los de los indios amigos, colmataron
la zanja abierta en la vía. Pisando los cuerpos sin vida de hombres y caballos,
muchos soldados pudieron pasar. Alvarado, herido, lo hizo elevándose en un
salto prodigioso e hiperbólico.
Cuando Cortés, ya a salvo, tuvo
noticia de lo ocurrido a sus espaldas, se le saltaron las lágrimas. Francisco
López de Gómara contó de este modo la congoja que atrapó al capitán bajo un
frondoso ahuehuete, conocido como el árbol de la Noche Triste: «Cortés a esto
se paró, y aun se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos
y que vivos quedaban, y pensar y decir el baque la fortuna le daba con perder
tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no
solamente lloraba la desventura presente, más temía la venidera, por estar
todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener cierta la guardia y
amistad en Tlaxcala; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos
que con tanto triunfo, pompa y regocijo entrado habían?»
Medio milenio después, el árbol,
desnudo de hojas, superviviente a los siglos y a los incendios, apoyado en un
muro de tezontle y abrazado por una reja, sobrevive como testigo de una
victoria que preludió el fin del Imperio que más caudal sanguíneo ofreció a
Huitzilopochtli.
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