Libertad Digital 15 de marzo de 2019
https://www.clublibertaddigital.com/ideas/sala-lectura/2019-03-15/ivan-velez-no-somos-fachas-somos-espanoles-87327/
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No
somos fachas, somos españoles
En el bar, incluso en el barro, es
decir, en la discusión eterna en la que nos hallamos enredados los españoles en
relación a nuestra condición nacional, es en tan proceloso hábitat donde Emilia
Landaluce, autora de No somos fachas,
somos españoles (La Esfera de los Libros, Madrid 2018) considera que su
obra adquiere su mayor utilidad. Un libro combativo, urgente, necesario para
todos aquellos que siguen pensando que España no es una cantidad –política,
histórica, cultural- despreciable.
No duda doña Emilia en señalar,
presurosamente, a los principales responsables de configurar una España que
califica de «pesimista». Su dedo apunta a las «élites», entendidas estas como
«todos aquellos (periodistas, empresarios de conveniencia ideológica,
políticos, académicos que viven de la subvención…) capaces de influir en eso
que llaman la opinión pública». Un colectivo que conecta en el tiempo con los
principales receptores de la leyenda negra, a la que nuestra autora dedica un buen
número de páginas en las que acomete con solvencia la crítica a las principales
cuestiones negrolegendarias.
Un sutil hilo conecta la atmósfera
inquisitorial, el aire viciado de clericalismo, con un colectivo hispano, el
etiquetado como facha, que a su vez remite a ese Francoland que helaría el
corazón de España. Esa identificación es desactivada en un epígrafe titulado Los españoles somos españoles pese a Franco,
de quien Landaluce afirma que «acaba apareciendo de cuerpo presente o de
espíritu insistente», antes de afirmar que la peor herencia del franquismo, más
allá de los muertos, represaliados y exiliados, fue la desafección a España,
particularmente acusada en las denominadas izquierdas, que caló en muchos de
nuestros compatriotas. «El nacionalismo español, encarnado por el franquismo
(aunque Franco era más bien un conservador) también trató de reinterpretar el
pasado del Imperio, de modo que la bandera que debería ser de todos los
españoles quedó expropiada a la mitad. Esencialmente porque la Reconquista,
asimilada a la cruzada nacional (es decir: la causa del bando nacional) era el
origen de España y el Imperio», así se pronuncia la autora de No somos fachas… en relación a una
identificación histórica y religiosa abrazada por muchas de esas élites
culpables que ocultaron aquellas filias coyunturales una vez pasó el peligro y
se avistaron nuevas oportunidades de negocio de ribetes menos imperiales.
Agotado el franquismo con la muerte
de quien le dio nombre, la Transición vino a culminar, tales son las tesis
landalucianas con las que mostramos nuestro acuerdo, un periodo histórico a
menudo considerado, de forma más propagandística que veraz, como una suerte de
páramo. Doña Emilia esboza una razón: «la historia no la escriben los
vencedores sino los que primero la escriben». Nuestra autora percibe la
existencia de un erial, el configurado por la ausente u oposición, excepción
hecha del partido donjuanista. Ni PCE ni PSOE actuaron antes de su
transformación en eurocomunistas y socialdemócratas. No hay titubeo en su
conclusión: «hay que buscar la semilla o el brote de nuestras libertades
también en el franquismo. Y rescatar lo bueno». Pese a ello, su crítica se ceba
en el nocivo Spain is different, que
recuperó e incluso fabricó una imagen tan pintoresca como chusca del país.
Todo ello, el franquismo, la España
soleada y exótica, es pasado, historia para Landaluce, que sostiene que la
inmensa mayoría de los españoles se han reconciliado con su pasado, pero
también con su presente. De ello se trata en el tercer bloque de la obra en el
que se desmontan algunas de las acusaciones que con mayor frecuencia se lanzan
sobre una España que es algo más que una marca. A propósito de la corrupción,
recuerda la autora que el yerno del rey Juan Carlos cumple condena en prisión y
que el Gobierno de Rajoy cayó por la sentencia del caso Gürtel, según la cual
el PP se benefició en 245.000 €. Hechos que cabría alinear con una tradición de
justicia popular que dio cuerpo a Fuenteovejuna
y a El alcalde de Zalamea… España, en
definitiva, tampoco es diferente a los países de su entorno en lo que a la
corrupción se refiere. Tan negativa percepción está determinada por la obsesiva
–cenicismo lo llama Landaluce-
autocrítica española, que ha propiciado un aluvión de leyes pensadas para
controlar y prevenir la corrupción de una España de débil nacionalismo, capaz
de convertir el españolismo identitario en residual. Al cabo, la Seguridad
Social es, hoy en día, el último reducto del orgullo nacional de una España eminentemente
tolerante, capaz de confeccionar tempranamente una legislación que avalara el
sufragio femenino o que reconociera los derechos de los homosexuales. Un
respeto a la diversidad cuyo origen detecta Landaluce en el carácter del
Imperio español, que duró tanto porque «no era imperialista: es decir, no
trataba de universalizar sus esencia, sino que trataba de integrar a los
diferentes». Los españoles, en suma, no han sido más intransigentes y carcas
que los habitantes de otros países.
La cuarta parte del libro aborda la
reconciliación de los españoles con sus símbolos. Es en ese momento cuando se
regresa a la manifestación del 8 de octubre, marcada por la presencia de la
bandera española, por más que algunas facciones trataran de teñir de azul
unionista a la marea humana que inundó Barcelona. Una respuesta a la abdicación
del Estado en Cataluña, ausencia aprovechada por el secesionismo catalanista
para proceder a la identificación entre catalán e independentista, término este
que la abreviatura indepe trata de hacer
más amable, menos violento y delictivo de lo que encubre. Durante décadas, la
propaganda catalanista ha sido capaz de oponer la supuesta modernidad catalana
al cerrilismo mesetario, si bien
Landaluce describe el giro de la antaño Cataluña cosmopolita a la actual, a la
que califica de «ñoña parroquial» y «paleta»
El último tramo del libro está
cargado de dinamismo, de diversos puntos de vista y testimonios, de hechos que
se suceden y son interpretados de manera muy diferente. La manifestación de la
Diada contrasta con la que siguió a los atentados de Las Ramblas, apenas un
paréntesis en la estridencia de las caceroladas que pusieron fondo sonoro a una
fractura social de difícil solución. Sobre el estruendo metálico, la sensación
de impunidad de los poderes fácticos de una Cataluña dominada por los que luego
comenzaron a ser llamados lazis. Landaluce, testigo de aquellas jornadas,
reproduce los acontecimientos que se arremolinaron ante las totémicas urnas,
incluida la farsa de los heridos. Hay también un hueco para los ecos mediáticos
internacionales, apoyados en la evidencia de una Generalidad que «llevaba años
trabajándose a los periodistas extranjeros». Frente a ellos, la reacción
encabezada por un rey que evitó el error de pronunciar la palabra «diálogo».
El final del libro describe la
masiva movilización callejera de Barcelona. En ella, los que asistimos pudimos
escuchar el grito «Puigdemont a prisión» y el «Resistiré» del Dúo Dinámico.
Lejos de la medida coreografía nacionalista, la marea del 8 de octubre ofrecía
diversidad, gentes venidas de toda España y otras que por primera vez dejaban
sus domicilios catalanes para gritar la frase que da título a esta obra que se
cierra con estas líneas cargadas de realismo:
«En cualquier caso, los españoles
deben –debemos- ser conscientes de que somos los únicos que podemos contener la
deriva que suponga el final de España y su voluntad “verdaderamente empecinada”
de vivir en libertad juntos los distintos».
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