Libertad Digital, 18 de julio de 2019
La escenografía del poder
Fiándolo todo a los
frutos de la industrialización, Le Corbusier concibió la nueva casa como una «máquina
de habitar», diseñada según una particular y reduccionista idea de razón,
expresada a través de formas simples y puras.
Años más tarde, en 1966, hastiado de superficies blancas y lisas, de
estructuras escuálidas y pilotes, Robert Venturi, pionero del posmodernismo,
escribió su Complejidad y contradicción
en Arquitectura, libro en el cual se recuperaron elementos tradicionales y se
reinterpretaron los clásicos, tratando de marcar distancias con el purismo
corbuseriano y el «menos es más» de Mies Van der Rohe, que marcaron a
generaciones de arquitectos. Seis años más tarde, Venturi, Denise Scott Brown y
Steven Izenour dieron a la imprenta otra obra, Aprendiendo de Las Vegas, en las que se hacía una apología del
llamado «tinglado decorativo» de aquella urbe, apoteosis capitalista, al tiempo
que se criticaba la obsesión industrial de los maestros citados. El trío
firmante, en definitiva, se alejaba radicalmente del «ornamento y delito», proclamado
en su día por Adolf Loos. Cuando se habían consumido dos tercios del siglo XX,
las ciudades trazadas con la intención de servir de escenografía de regímenes
totalitarios, comenzaban a mostrar algunos de sus rasgos más deshumanizadores,
aunque en el caso de esta provocadora obra, la ciudad protagonista sólo
despertara de noche, bajo la luz de un neón que aureolaba las ruletas en las
que algunas vidas se consumían.
Como es sabido, el urbanismo se
alimenta de componentes muy diversos que tienen que ver con la propiedad de la
vivienda, con el valor del suelo y su ordenación, pero también con aspectos
fuertemente simbólicos que aquellos sistemas políticos adheridos a rigurosos
cánones tuvieron muy en cuenta. Entre las primeras y más drásticas
intervenciones llevadas a cabo sobre el tejido tradicional, cabe destacar la
impulsada por el barón Haussmann, que introdujo su bisturí urbanístico en la
traza de París para abrir amplias vías en el dédalo medieval, abrazado durante
siglos por unas murallas que perdieron su firmeza con la irrupción de la
potente artillería decimonónica. Como alternativa a estas iniciativas
intervencionistas, el urbanismo del socialismo utópico, con Robert Owen a la
cabeza, concibió asentamientos marcados por un estricto orden urbano y social
que pronto demostró su esterilidad. La conexión orden arquitectónico/orden
social, no era nueva. Ya Tomás Moro había imaginado una ciudad que llevaba en
su nombre la ruptura con el territorio: Utopía.
Estos antecedentes palidecen ante
los enormes experimentos llevados a cabo por el nazismo y el comunismo
soviético. Proyectos monumentales concebidos para grandes masas de individuos,
pretendidamente homogéneos, ajustados a la idea racial aria o al hombre
politécnico. Terminada la Gran Guerra, comenzó un pulso político en el cual la
arquitectura y el urbanismo jugaron un importante papel. A la construcción del
edificio de la Sociedad de Naciones se respondió desde Moscú con un concurso
para erigir el Palacio de los Sóviets, que convocó a arquitectos de todo el
mundo, incluidos Le Corbusier y Gropius. Frente a la esquemática y desnuda
propuesta del suizo, el proyecto ganador fue el de Boris Iofan[I1] , que propuso un edifico de formas
clásicas coronado por la gigantesca efigie de un obrero, en evidente respuesta
a la Estatua de la Libertad, que debía convertirse en la obra más alta del
mundo. Asentado sobre los terrenos ocupados por la dinamitada Catedral ortodoxa
del Salvador, el edificio inconcluso, pues el metal de sus estructuras fue
requerido para fabricar armamento durante la II Guerra Mundial. Sea como fuere,
aquel Palacio constituye un icono de la arquitectura estalinista, que salpicó
con diferentes ejemplos similares los países satélites de la U.R.S.S.
Si esto ocurría en el mundo
soviético, la Alemania nazi y la Italia fascista también buscaron unas formas
propias y unos espacios adecuados para la exhibición de su poderío. En un
delicado equilibrio entre modernismo y tradición, la Italia de Mussolini puso
en pie edificios que a veces notaron la impronta, depuratoria en lo formal,
casi desoladora, de artistas como Giorgio De Chirico. Los ecos del futurismo
todavía se hacían notar en aquel tiempo.
Si de las relaciones entre urbanismo
y monumentalidad se trata, nuestra mirada debe dirigirse a la Alemania del
Tercer Reich, aquella que consideró degenerados diversos estilos artísticos,
con el consiguiente botín obtenido por algunos. La misma que cerró la Bauhaus
en 1933. Con un pie puesto en la tradición y otro en el mundo industrial, la
Alemania de Hitler trató de conciliar ambos mundos en un ejercicio que Kenneth
Frampton calificó de «esquizofrénico». Fue en aquel ambiente donde se
desarrolló la obra del arquitecto Albert Speer, favorito del Führer. A su megalómana imaginación se
deben diseños como la «catedral de hielo», consistente en una gran columna de
estandartes y reflectores concebida para la concentración de Tempelhof en el
Berlín de 1935.
Siempre bajo la atenta mirada de
Goebbels, los proyectos de Speer se complementaron con las obras
cinematográficas de Leni Riefenstahl, que en 1934 rodó el multitudinario mitin
de Núremberg, exhibido en las pantallas bajo el título: El triunfo de la voluntad. A Speer se debieron los escenarios que
arroparon a los enfervorecidos nazis y la autoría de un urbanismo que bebió de
fuentes clásicas –egipcias, griegas, romanas-, y también de otras más recientes,
como el Palacio Versalles, en el que se basó para su nueva Chancillería. Pero
el proyecto más importante de Speer fue la que debía ser capital de la futura
Alemania: Germania, urbe surcada por avenidas de hasta cinco kilómetros y
edificios coronados por gigantescas cúpulas capaces de albergar a los hombres
puros con los que soñó un Adolf Hitler que, mientras contemplaba embelesado la
maqueta de aquel sueño irrealizable, vio desmoronarse su enloquecido mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario