Libertad Digital, 15/08/2019:
Cuando
Moctezuma conoció a Cortés
El 8 de noviembre de 1519, la
fastuosa comitiva que acompañaba al emperador mexica Moctezuma se hizo visible
a los ojos de Hernán Cortés, sus compañeros y el contingente indígena aliado
con el que pisó las calzadas de la ciudad lacustre en cuyo corazón se alzaba su
impresionante y sangriento centro ceremonial. Como es lógico, todas las
crónicas españolas describen este encuentro desde su propia perspectiva. En
ellas es Cortés quien ve –conoce- a Moctezuma. Al profesor Matthew Restall
debemos la inversión de esta visión, la que encabeza su reciente libro, Cuando Moctezuma conoció a Cortés
(Taurus, Ciudad de México 2019), publicado con un ambicioso subtítulo, La verdad del encuentro que cambió la
historia y traducido al español por José Eduardo Latapí Zapata. La primera
parte de la obra trata de demostrar que la rendición de Moctezuma, escenificada
en el aludido encuentro, no es sino una invención de los españoles, ya
acostumbrados al engaño gracias a la práctica del requerimiento redactado por el
doctor Palacios Rubios. Los probables lazos familiares del jurista con Cortés,
no mentados por Restall, conectarían a ambos hombres en una farsa leguleya
pensada para dar frutos personales, pero también políticos en relación a otras
cortes, al otro lado del Océano. El final del capítulo «Amabilidad sospechosa»,
en el que se dice que «la descripción del encuentro como la rendición de
Montezuma es probable que haya sido mentira», da cuenta del principal objetivo del
trabajo Restall, que trata de oponerse a lo que califica como «predominio
pernicioso y la insidiosa ubicuidad de las narrativas tradicionales que
justifican la invasión, conquista e inequidad». El londinense muestra sus
cartas cuando confiesa que su libro trata «acerca de algo más pequeño: los
innumerables hombres y mujeres cuyas vidas e historias desde los años de la
Conquista fueron dejados al margen, olvidados o nunca mencionados».
Es en este diminuto y particularista
contexto, en el que inserta a un Hernán Cortés sucesor de otras opciones
barajadas por Diego Velázquez de Cuéllar. El de Medellín, a decir de don
Matthew, «surgió como el líder de la expedición en virtud de su misma falta de
capacidad; él era el candidato de la avenencia indiscutible». Quien a lo largo
del libro es tildado de mentiroso, uxoricida y esclavista, era, según Restall,
un hombre marcado por una hipocresía que Velázquez subestimó. Todas estas taras
personales de Cortes condujeron, tal es la tesis restalliana, a una guerra feroz
en la que los españoles fueron poco menos que una presencia testimonial dentro del
conflicto entre naciones étnicas que se vivía en aquellas tierras por las que
la tropa hispana dejó un rastro de sangre, violación, robo y esclavitud. La
presencia de los barbudos, en definitiva, vino a romper un frágil equilibrio
capaz de sostener un mundo en gran medida arcádico, al que Restall se esfuerza
en restar cantidades de sacrificados, equiparando a aquellas víctimas con las
ejecutadas por la Inquisición.
En consonancia con el título de la
obra, el análisis del encuentro ocupa al autor un buen número de páginas en las
que se desmenuzan aspectos ya tratados ampliamente por historiadores que han
debatido al respecto de la famosa profecía del regreso del dios Quetzalcóatl,
personaje al que nuestro autor atribuye un origen evemerista. La principal
novedad que presenta Restall es la idea de que, en realidad, Moctezuma, que en
modo alguno entregó su imperio ni fue el pusilánime que se ha descrito, atrajo
a los españoles a Tenochtitlan con un claro propósito: incorporar a esos
exóticos individuos a su zoológico, ubicado en el centro de la ciudad, «en el
cual los objetos naturales representaban y reflejaban el alcance geográfico y
ecológico (sic) del imperio, mientras que los objetos artesanales, el
político». El coleccionista Moctezuma, en suma, habría dejado entrar a aquellos
hombres con el fin de ampliar un catálogo en el que figuraban hombres
monstruosos, contrahechos, enanos y corcovados. La «red y garlito» con que
Bernal se refirió a la ciudad imperial, tenía, al parecer, ese destino
cuasifetichista, en lugar de otro más prosaico: la aniquilación de aquel
ejército, interpretación que hemos defendido en nuestro libro, La conquista de México. Un propósito, el
de Moctezuma, que Cortés no supo ver con la nitidez expuesta por Restall, quien
no duda en afirmar que fue en la Segunda
Carta de Relación, escrita el 30 de octubre de 1520, cuando el mitificado
conquistador, cuya única habilidad, además de la amatoria, se concentraba en el
manejo de la pluma, se inventó la entrada triunfal y la pretendida rendición
que, al final del libro encuentra un resquicio de verosimilitud, gracias a la
peculiar y equívoca retórica mexica, consistente en un ejercicio de sublime
humildad que los toscos e interesados españoles no supieron interpretar
debidamente.
Si el núcleo de la obra se concentra
en la inexistente rendición y en el curioso afán coleccionista de Moctezuma, el
libro no desaprovecha la ocasión de analizar la muerte de Moctezuma, de la cual
existen diferentes versiones históricas. Tras repasar las fuentes clásicas, la
conclusión restalliana se abre paso: bajo el mandato de «un capitán mediocre
con talento para sobrevivir y engañar», es decir, bajo las órdenes de un Cortés
del que se dice que no tuvo el control en Veracruz, ni ordenó el barrenado de
las naves, el emperador, que sufrió un falso cautiverio mezclado con una suerte
de síndrome de Estocolmo que en rigor sería de Tenochtitlan, fue asesinado por
esos mismos españoles que, al parecer, habían sido apresador por tan
distinguido coleccionador.
El tramo final de Cuando Moctezuma conoció a Cortés se
centra en la descripción de la voracidad sexual de los españoles y en su ansia
esclavista. A Cortés se atribuye la implantación o, por mejor decir, la
continuidad y aumento del esclavismo, verdadero motor, junto a la búsqueda de
otros bienes materiales, de las brutales campañas españolas, según la óptica de
un Restall que no explica por qué los esclavos se comenzaron a hacer durante la
ofensiva final ni contextualiza las razones de la época para mantener esa práctica.
Junto a estos desatendidos aspectos, sorprende la poca o nula atención que se
presta a la implantación de un modelo institucional que desbordó ampliamente
las ambiciones diminutas en las que nuestro autor, que apenas alude a la
potente acción legislativa hispana, se recrea. Restaurada la imagen de
Moctezuma, todo esfuerzo en erosionar la figura de Cortés es insuficiente. No
sorprende, por lo tanto, el juicio final lanzado por nuestro autor sobre aquella
empresa apenas cortesiana. Encabezados por un embustero cuyo mayor logro habría
sido elaborar «un retrato de un ficticio comandante de una campaña imaginaria»,
los españoles cometieron un genocidio, no en su intención pero sí en su efecto,
en el Anáhuac. Tal es la conclusión a la que llega el presidente de una
institución, la Sociedad Estadounidense de Etnohistoria, que debe buscar su
material de estudio muy al sur del lugar en el que desembarcaron los viajeros
del Mayflower.
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