La Aventura de la Historia, n. 246.
Hernán Cortés: las armas y las letras
El
13 de agosto de 1521, día de san Hipólito, Cuauhtémoc agarró la empuñadura del
puñal que Cortés llevaba al cinto, para pedirle la muerte tras haber sido
capturado por García de Holguín en la laguna de Tenochtitlan. Clemente en el triunfo, Cortés consoló
al último tlatoani mexica. Después, con
la ciudad envuelta en un grave silencio, una tormenta cayó como cae el telón que
cierra una obra de teatro. La escena, en efecto, ofrece materia para el drama y
supone la apoteosis de aquel se ha comparado con Julio César o Alejandro.
En
la primavera de 2019 se cumplirán quinientos años desde que Hernán Cortés,
acompañado por algo más de quinientos españoles, se asentara en las playas
hasta las que llegaba el poder de Moctezuma. En los arenales, el de Medellín
comenzó a adquirir los atributos que le hicieron entrar en la Historia
universal. Sobre unos pliegos de papel, manejó con pulso legal la pluma que
tanto empleó durante su vida, por más que las estatuas a él erigidas prefieran representarlo
con una espada. Fue allí donde cortó amarras con Diego Velázquez y decidió
penetrar en el Imperio mexica.
En
su marcha hacia la ciudad lacustre, más allá de las batallas con las diferentes
naciones étnicas, se forjó la alianza que resultó decisiva. De no haberse
convertido en libertador de los tlaxcaltecas, tanto él como sus hombres
hubiesen sido aniquilados después de la Noche Triste. En la ciudad de Tlaxcala
diseñó un contragolpe anfibio. La imagen de las piezas con las que se
confeccionaron los bergantines a orillas del lago Texcoco, cruzando la sierra a
hombros de los indígenas es, junto a la quiebra de las naves, la que mejor ilustra
la audacia de aquellos barbudos movidos por la búsqueda de riqueza pero también
de fama.
El
13 de agosto de 1521, Cortés alcanzó su cénit heroico, sin embargo, el hombre convertido
en mito, no se sumió en la quietud. Pacificada la tierra, Cortés, cuyas hazañas
asombraron a Europa gracias a sus Cartas
de Relación, se convirtió en un modelo para algunos de sus compatriotas.
Entre ellos destacó Cristóbal de Olid, en pos del cual partió el conquistador,
seguido por un extravagante séquito que se adentró en la selva de Honduras.
Perdido su rastro, a sus manos llegó una carta en la que se le daba por muerto
y, aunque, como narró Bernal, «tomó tanta tristeza que luego se metió en su
aposento y comenzó a sollozar», el capitán fue capaz de regresar, aclamado por
los indígenas, para proseguir con sus incesantes proyectos.
Incapaz
de permanecer quieto en su marquesado, don Hernando, que había ascendido en la
nobleza española tras su matrimonio con Juana de Zúñiga, partió hacia una
tierra que recibió el fabuloso nombre de California. Hasta allí llegó otro
papel, firmado por su esposa, que le pedía «que mirase los hijos e hijas que
tenía, y dejase de porfiar más con la fortuna y se contentase con los heroicos
hechos y fama que en todas partes hay de su persona». Cortés, en efecto,
regresó, pero no dejó descansar la pluma, con la que pleiteó incansablemente
hasta el fin de sus días. Gracias a tan modesto instrumento, también sabemos de
otro Cortés, oculto tras el brillo de su coraza, cuya figura adopta los
perfiles de un estadista.
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