Libertad Digital, 5 de noviembre de 2020:
Soldados
de cuatro patas
«¡Tus padres en vez de tener hijos,
tenían que haber tenido alanos!». La frase la pronunció Juana
Pérez Martínez en el verano de 2017, durante una entrevista que le
realicé dentro de una serie que trataba de fijar el recuerdo de aquella
generación que protagonizó el éxodo rural. El autor de tal exclamación, hecha
en los años cincuenta, fue su abuelo Amalio, nacido en la Sierra de Cuenca, tierra
de pastores que viajaban a extremo, en el siglo XIX. En la España de posguerra,
la imagen de los alanos se mantenía viva, pues aquellos perros, ya
desaparecidos, mantenían una bien ganada fama de fiereza. A ellos dedica Juan
Carlos Segura Just su Soldados de
cuatro patas. Los perros de guerra de España, libro que acaba de
publicarse.
La obra de Segura viene a cubrir un
hueco dentro de los estudios relativos al despliegue bélico español en el Nuevo
Mundo, pues aunque abundan los libros dedicados a las armas empleadas o al factor
equino, se ha prestado poca atención al papel jugado por los canes durante la
conquista y pacificación de aquellas tierras. En definitiva, si de lo que se
trata es de reconstruir con fidelidad escenas propias de aquellos días, el
libro de Segura aporta un elemento animal a menudo soslayado. Al metálico
sonido de las espadas, a los relinchos de los caballos, a la estremecedora
grita de los indios, ha de sumarse el ladrido de los perros españoles.
Pese a centrarse en los perros de
guerra de España, Soldados de cuatro
patas se remonta al momento en el cual el homo
sapiens extermina al neandertal con la ayuda de ancestros de nuestros perros
empleados no con propósitos bélicos, sino como integrados en lo que hemos de
calificar –la guerra requiere de la existencia de Estados- como cacería. El
lobo, convertido en perro, del canis
lupus al canis familiaris, es el
tronco común de la amplísima variedad de especies que han ido surgiendo, pero
también desapareciendo, en función de las necesidades de los diferentes grupos
humanos. Tan estrecha relación dio lugar, incluso, a una verdadera apoteosis
canina, la representada por zoomorfos a los cuales los canes prestaron partes
formales. En el estrato mundano, el perro se convirtió en arma de guerra ya en
la Antigüedad, de la mano de los perros molosos, antecedentes de los actuales
mastines. Faraones y reyes aparecerán representados acompañados de estos animales.
El gran Alejandro, tan unido al mítico Bucéfalo, llegó hasta la India escoltado
por su fiel Péritas.
En cuanto al origen de los famosos
alanos, Segura sostiene que estos provienen de la actual Irán y que llegaron a
Hispania en el siglo V, con las invasiones bárbaras. De ese conjunto inicial de
animales procede el alano español, que a punto estuvo de desaparecer a finales
de los 50, cuando su recuerdo, como vimos al principio, era más poderoso que su
utilidad. Junto a esta raza ha de situarse al dogo español, resultado de la
mezcla entre molosos romanos y alanos, a los que superaba en tamaño. Tan íntima
relación entre razas hizo que hasta el siglo XIX los dogos españoles fueran
llamados genéricamente alanos. Dogos son, por ejemplo, los que aparecen en las
escenas taurinas goyescas, dentro de una suerte denominada «perros al toro».
Definidas las razas, Segura describe
la incidencia de estos animales durante la Reconquista, hasta su culminación
con la toma de Granada. Aparecen así los primeros nombres. Entre ellos el alano
Mahoma, cuyo dueño, Sánchez de Carvajal, lo empleó en la toma de Baeza. No fue
el de Sánchez de Carvajal el único perro con nombre profético, otro Mahoma,
propiedad de Martín Cortés, padre de Hernán, recibió por sus acciones el
salario de un jinete, remuneración que, frecuentemente repetida al otro lado
del Atlántico, da cuenta del valor que se otorgaba a este auténtico compañero
de armas de la soldadesca. Desbordados los límites peninsulares, los perros de
guerra españoles siguieron estando presentes en las batallas que tuvieron por
escenario unas Indias, pobladas por gentes muy diferentes a los mansos corderos
lascasianos. Sobre las nuevas tierras se recortan las imponentes siluetas de
Becerrillo, Leoncico, Marquesillo, Amadís o Bruto, destacados ejemplares
inmortalizados en las crónicas de conquista. Segura, apoyado en los escasos datos
que se conocen, llega a establecer una proporción matemática según la cual, por
cada 100 soldados había aproximadamente entre 7 y 10 perros. Fuerza de
vanguardia en los combates, alimento en casos de extrema necesidad, algunos de
ellos fueron empleados para el aperreamieno o emperreamiento, es decir, en la
ejecución de aquellos indios declarados culpables de delitos sacrílegos o
contra natura. Práctica de extrema crueldad, mas extendida por la Cristiandad
durante la Edad Media y el Renacimiento, el aperreamiento no era visto con
buenos ojos por las autoridades españolas.
Más poderosas que las cédulas reales
fueron los relatos tejidos por el dominico Bartolomé de las Casas, a las que se
sumaron los grabados salidos del taller de Bry, imágenes en las que aparecen
feroces perros despedazando a indefensos indígenas, munición propagandística
que, repetida y reimpresa con puntual periodicidad, dio cuerpo a la leyenda
negra.
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