lunes, 21 de mayo de 2012

Ni iberos ni aztecas

Artículo publicado en el nº correspondiente al mes de abril de 2012, págs. 26 y 27:
http://www.junio7.com.mx/impreso/EDICION-WEB-J7.pdf



Ni iberos ni aztecas

Ismael Carvallo detuvo su auto en una de las calles de Coyoacán. La noche cálida envolvía la ciudad mientras nos acercábamos a una plaza. Desde una de sus esquinas, su dedo señaló a unas figuras que se movían espasmódicamente. Nos aproximamos y pudimos ver a un grupo de jóvenes. Semidesnudos, ataviados con plumajes y brazaletes, algunos muchachos del barrio burgués y bohemio que tiene por corazón la casa azul de Frida Khalo, teatralizaban con hondura una danza indígena a la que se le habían adherido ciertos componentes kitsch. Anduvimos un trecho y la escena se desvaneció al entrar en un bar de taurina decoración y banderas tricolores.
Mientras tomábamos unas cervezas Indio, le expliqué que entre los gachupines hispanos también había numerosos entusiastas de lo arcaico, en su acepción más radical, aquella que se remonta a los tiempos anteriores a Hispania. Que en algunas festividades, también los españoles se disfrazaban a la prehispánica usanza, a veces incluso con afanes reivindicativos y nacionalizadores.
La anécdota, absolutamente real y ocurrida hace un par de años, sirve para dar inicio a un artículo sugerido por el propio Enguerrando Tapia: se trataba de, al hilo de una de las fotografías que ilustran este artículo, dar unas pinceladas en torno a los celtíberos. Explicar quiénes fueron esos que comúnmente se definen como la mezcla entre celtas e iberos, pueblos existentes en lo que hoy es España y Portugal antes de la llegada de las imperiales tropas de Roma.
Sabido es que antes de que las legiones romanas llegaran a Iberia hablando el latín del que saldría el romance, muchos eran los pueblos que la habitaban agrupados en torno a los dos conjuntos citados. Pero en realidad no existían tales bloques monolíticos. Iberos y celtas se dividían en turdetanos, lusones, vascones, cántabros y un largo etcétera de pueblos con diversas lenguas cuya enumeración podemos finalizar citando a los lusitanos, a cuya cabeza se situó un caudillo llamado Viriato cuyo mito ha sido muchas veces exhumado, elevando al borroso personaje a la anacrónica categoría de héroe nacional. Cabe, en todo caso, aclarar que tal mosaico de pueblos en absoluto daba unidad a la Península, tierra de la que no tenían ni siquiera una conciencia geográfica completa de la misma. Es precisamente Roma la que, al configurar políticamente, dentro de su proyecto imperial, el territorio llamado Hispania, hace que cristalice la primera totalización que, andando los siglos, dará lugar a España. Una Hispania que rompe con íberos y celtas aun cuando incorpore elementos de estos pueblos.
Si esto ocurrió a este lado del Océano, algo parecido sucedió en el Anáhuac. En 1519, cuando el denostado Cortés pisa tierra firme, sobre el territorio que es hoy conocido como México, cohabitaban polémicamente muchos pueblos, entre ellos los célebres tlaxcaltecas, sometidos por los aztecas o mexicas y aliados del conquistador extremeño. Es, por tanto, Hernán Cortés, quien pone las bases de la unidad mexicana, incorporándola, del mismo modo que ocurrió con Hispania –territorio que proporcionó césares como Adriano o Trajano-, al Imperio español, a través del cual muchos nacidos en tales tierras adquirieron talla histórica y universal. La Nueva España de habla española y no el imperio cuya capital era Tenochtitlán, es el punto de partida de lo que hoy constituyen unos Estados Unidos Mexicanos que se dejaron por el camino grandes jirones de tierra hoy integrados en los USA.
Los argumentos, si bien escandalosos para muchos, entre ellos los crepusculares danzantes de Coyoacán, no son nuevos. La teoría ya la apuntaron destacados mexicanos como el propio Vasconcelos y, más recientemente, a principios de este siglo, el historiador de Tampico Juan Miralles Ostos en su obra Hernán Cortés, el inventor de México. Sin embargo, mientras en México las estatuas dedicadas a Cortés brillan por su ausencia, el indigenismo gana adeptos que, extravagantes o no, a menudo ignoran el peligro que supone tal ideología para la nación mexicana.
Es, sin embargo, evidente, que los trabajos historiográficos que a tales conclusiones llegan, se mantienen a menudo en cerrados y académicos círculos, sin que sus conclusiones conecten con la calle por la que transitan ciudadanos que acaso lleguen a identificarse con supuestos antepasados totonacas. El problema, en absoluto exclusivo de México, es de muy difícil resolución, pues: ¿quién puede extirpar tales mitos?
Iván Vélez

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