Artículo publicado en el nº correspondiente al mes de abril de 2012, págs. 26 y 27:
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Ni
iberos ni aztecas
Ismael
Carvallo detuvo su auto en una de las calles de Coyoacán. La noche cálida envolvía
la ciudad mientras nos acercábamos a una plaza. Desde una de sus esquinas, su
dedo señaló a unas figuras que se movían espasmódicamente. Nos aproximamos y pudimos
ver a un grupo de jóvenes. Semidesnudos, ataviados con plumajes y brazaletes, algunos
muchachos del barrio burgués y bohemio que tiene por corazón la casa azul de
Frida Khalo, teatralizaban con hondura una danza indígena a la que se le habían
adherido ciertos componentes kitsch.
Anduvimos un trecho y la escena se desvaneció al entrar en un bar de taurina
decoración y banderas tricolores.
Mientras
tomábamos unas cervezas Indio, le
expliqué que entre los gachupines hispanos también había numerosos entusiastas
de lo arcaico, en su acepción más radical, aquella que se remonta a los tiempos
anteriores a Hispania. Que en algunas festividades, también los españoles se
disfrazaban a la prehispánica usanza, a veces incluso con afanes
reivindicativos y nacionalizadores.
La
anécdota, absolutamente real y ocurrida hace un par de años, sirve para dar
inicio a un artículo sugerido por el propio Enguerrando Tapia: se trataba de,
al hilo de una de las fotografías que ilustran este artículo, dar unas
pinceladas en torno a los celtíberos. Explicar quiénes fueron esos que
comúnmente se definen como la mezcla entre celtas e iberos, pueblos existentes
en lo que hoy es España y Portugal antes de la llegada de las imperiales tropas
de Roma.
Sabido
es que antes de que las legiones romanas llegaran a Iberia hablando el latín
del que saldría el romance, muchos eran los pueblos que la habitaban agrupados
en torno a los dos conjuntos citados. Pero en realidad no existían tales
bloques monolíticos. Iberos y celtas se dividían en turdetanos, lusones,
vascones, cántabros y un largo etcétera de pueblos con diversas lenguas cuya
enumeración podemos finalizar citando a los lusitanos, a cuya cabeza se situó
un caudillo llamado Viriato cuyo mito ha sido muchas veces exhumado, elevando
al borroso personaje a la anacrónica categoría de héroe nacional. Cabe, en todo
caso, aclarar que tal mosaico de pueblos en absoluto daba unidad a la
Península, tierra de la que no tenían ni siquiera una conciencia geográfica
completa de la misma. Es precisamente Roma la que, al configurar políticamente,
dentro de su proyecto imperial, el territorio llamado Hispania, hace que
cristalice la primera totalización que, andando los siglos, dará lugar a
España. Una Hispania que rompe con íberos y celtas aun cuando incorpore
elementos de estos pueblos.
Si
esto ocurrió a este lado del Océano, algo parecido sucedió en el Anáhuac. En
1519, cuando el denostado Cortés pisa tierra firme, sobre el territorio que es hoy
conocido como México, cohabitaban polémicamente muchos pueblos, entre ellos los
célebres tlaxcaltecas, sometidos por los aztecas o mexicas y aliados del
conquistador extremeño. Es, por tanto, Hernán Cortés, quien pone las bases de
la unidad mexicana, incorporándola, del mismo modo que ocurrió con Hispania
–territorio que proporcionó césares como Adriano o Trajano-, al Imperio
español, a través del cual muchos nacidos en tales tierras adquirieron talla
histórica y universal. La Nueva España de habla española y no el imperio cuya
capital era Tenochtitlán, es el punto de partida de lo que hoy constituyen unos
Estados Unidos Mexicanos que se dejaron por el camino grandes jirones de tierra
hoy integrados en los USA.
Los
argumentos, si bien escandalosos para muchos, entre ellos los crepusculares
danzantes de Coyoacán, no son nuevos. La teoría ya la apuntaron destacados
mexicanos como el propio Vasconcelos y, más recientemente, a principios de este
siglo, el historiador de Tampico Juan Miralles Ostos en su obra Hernán Cortés, el inventor de México.
Sin embargo, mientras en México las estatuas dedicadas a Cortés brillan por su
ausencia, el indigenismo gana adeptos que, extravagantes o no, a menudo ignoran
el peligro que supone tal ideología para la nación mexicana.
Es,
sin embargo, evidente, que los trabajos historiográficos que a tales
conclusiones llegan, se mantienen a menudo en cerrados y académicos círculos,
sin que sus conclusiones conecten con la calle por la que transitan ciudadanos
que acaso lleguen a identificarse con supuestos antepasados totonacas. El problema,
en absoluto exclusivo de México, es de muy difícil resolución, pues: ¿quién puede
extirpar tales mitos?
Iván
Vélez
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