Artículo publicado el 16 de abril de 2016 en el blog "España Defendida" de La Gaceta:
http://gaceta.es/ivan-velez/auge-caida-mario-conde-16042016-0127
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Auge
y caída de Mario Conde
Mientras
ese cuello de botella continental, esa hendidura abierta al tráfago que da
sentido a Panamá, proveía a
determinada prensa de una larga y variada lista de nombres vinculados a la
extracción de dinero de sus respectivas naciones, Mario Conde ha vuelto a
protagonizar portadas al ser detenido por tratar de traer a España parte del
dinero que custodió Banesto y que
tenía oculto en diversas sociedades extranjeras.
De
este modo, el gallego volvía a dar con sus huesos en unas instituciones penitenciaras que ya conoció, y de las que, astuto,
salió revestido del aura espiritualista que a menudo envuelve a quienes viven
confinamientos o adicciones.
Conviene,
sin embargo, mirar más allá de la inmediatez mediática y buscar en su biografía aquellos ya lejanos brillantes
momentos, pues quizá en ellos podamos localizar algunas claves que permiten
entender mejor el despegue y ocaso de una figura tan representativa como la de
un Conde del que se encarecía su condición, absurda desde nuestro prisma, de «hombre hecho a sí mismo».
Sin
duda uno de esos instantes estelares se produjo el 9 de junio de 1993, cuando fue investido doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid en
una ceremonia a la que acudió el rey emérito, Juan Carlos I, el mismo que, a través de su regia hermana ha sido
relacionado con los papeles de Panamá, el mismo que ha visto cómo una de sus
hijas se ha sentado en un banquillo defendida por un ardoroso catalanista…
En
aquella memorable jornada, de la que la Universidad no quiere acordarse, el
impecable banquero estuvo arropado por lo más granado del ramo y por personajes
relevantes en la cristalización de una realidad política precocinada y
mitificada a partes iguales. Junto a los hombres
de la Banca, figuró un elenco de periodistas
fundamentales tanto en labores propagandísticas
como en ideológicas reconstrucciones
de un pasado del que habían formado parte: Polanco
y Ansón no se perdieron la cita.
Tampoco otras importantes personalidades supervivientes de un tiempo pretérito:
López Rodó, esencial en esa larga
marcha hacia una determinada monarquía: la de la España configurada a la medida
del federalcatolicismo. En semejante
retablo no podía faltar la presencia de Camilo
José Cela, representante de la cultura exenta, espécimen mediático y
receptor de un Premio Nobel.
El
momento coincidía con el comienzo de la resaca de 1992, año de la apoteosis
socialdemócrata europeísta y atlantista, en el cual se celebraron los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición en Sevilla, conectada a
Madrid por la velocidad
alemana del AVE en detrimento de un Talgo que no era suficientemente
europeo. España, ya reconvertida y
desindustrializada, se apresuraba a ser un destino cultural y turístico con déficit de monitores y camareros
angloparlantes, tara que la más ciega y entregada anglofilia trata todavía de
corregir.
En
tal contexto, la reconocible testa de Conde, aureolada de gomina, descollaba
sobre las demás mientras la Complutense se rendía a sus labores de mecenazgo
otorgándole un bermejo birrete y una
toga. La respuesta del homenajeado fue previsible, casi automática en
cuanto a contenido y destinatario:
«Gracias
a que Su Majestad el Rey jugó tan decisivo papel en el gran proceso que
permitió a la nación hacerse dueña de su destino, podemos hoy abrirnos a la
posibilidad de perfeccionar la
democracia y profundizar en el camino de la libertad».
El
canto a las bondades de la sociedad
civil tampoco podía faltar en un discurso que apelaba a la ética y a la
solidaridad antes de que contrafiguras del gallego escenificaran parecidos
anhelos vestidos de un modo radical y estudiadamente opuesto.
Sin
embargo, la crisis que sucedió a la fiesta del 92 exigía la caída de algunos ídolos, sobre todo la
de aquellos que envanecidos por el éxito, osaron participar en terrenos ajenos
a los estrictamente profesionales: los políticos. Nuestro personaje se había
convertido en un icono, en un
símbolo de aquello que se dio en llamar «cultura
el pelotazo». Tan cercano a los círculos del poder –al cabo los bancos han
sostenido a partidos que han sabido devolver favores- fue consciente de la
debilidad de muchos de los que se sentaban en los curules. ¿Qué impedía que el
ambicioso banquero, el doctor universitario que reivindicaba el poder de la
sociedad civil, se revistiera de ideólogo dentro de una sociedad liberada por
el capitalismo? Caída la Unión Soviética, acaso le deslumbró la idea de un fin de la Historia de libertario sesgo
economicista. ¿Quién sino un banquero para trazar el rumbo en un mundo ya
liberado de economías estatalizadas?
A
Conde se le habían quedado pequeños los consejos de dirección. El mundo de la
política ejercía una atracción a la que no pudo sustraerse. Sin embargo, Mario
Conde tenía difícil encaje en un panorama claramente delimitado, marcado por
acusadas inercias que blindaban la posibilidad real de su incorporación a un
mundo lindero al suyo pero diferente. La ingeniería financiera se mostraría
impotente ante la solidaridad gremial de adversarios ideológicos –progresistas y conservadores los llaman-
capaces, sin embargo, de sentarse con un exbanquero doblemente corrupto como Pujol, pero refractarios a hacerlo con
nuestro hombre. A Pujol le avalaba su pertenencia a un mundo construido contra la España anterior a 1975, al
cabo, era parte de un club capaz de incorporar a un secesionista que bloqueaba
la posibilidad de hacerlo con alguien que, como el gallego, no estaba dispuesto
a ser un simple meritorio. La caída era
cuestión de tiempo. La trayectoria de Conde tendría, sí, un tramo
ascendente, los tiempos en los que fue envidiado y temido a partes iguales, pero
también un ocaso prefigurado por quien nunca se resignó a diluirse
definitivamente en el tabulado mundo de las finanzas.
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