Libertad Digital, 24 de noviembre de 2019:
https://www.libertaddigital.com/opinion/ivan-velez/leon-mi-pais-castilla-mi-carcel-89335/
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León
mi país, Castilla mi cárcel
Hace años, en una tapia de la
leonesa calle Pendón de Baeza apareció la siguiente frase: «León mi país,
Castilla mi cárcel». «Pared blanca, papel de necios», acaso esta frase, con la
que Hernán Cortés respondió a los que emborronaron con graves acusaciones las
tapias de su residencia en Coyoacán, pudiera servir para zanjar este asunto, sin
embargo, las recientes manifestaciones del alcalde de León merecen un
tratamiento menos expeditivo que el puesto en práctica por aquel conquistador
que hoy concentra las críticas amlianas.
Como es sabido, el primer edil de la
ciudad asentada sobre la traza abierta por la Legio VII Gemina, el socialista
José Antonio Díez, ha afirmado que «León tiene todo el derecho del mundo como
reino histórico para tener una comunidad propia». Un León que no quedaría
limitado a la provincia así llamada, sino que, desbordando sus actuales límites,
incorporaría a las provincias de Zamora y Salamanca, dando lugar a una entidad
que resquebrajaría la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León.
Si de justificaciones históricas se
trata, no le faltarán argumentos a don José Antonio para mantener unas
manifestaciones que regresan sobre un viejo anhelo. Al cabo, el desarrollo
estatutario que se apoya en una Constitución que distingue, sin claridad
alguna, entre nacionalidades y regiones, ha dado lugar a una amplia variedad de
textos en los cuales aparecen fórmulas tales como: «comunidad histórica»
-empleada en el Estatuto de Castilla y León-, «regiones históricas» o
«identidades históricas». El sustrato histórico leonés es indiscutible, sin
embargo, el curso seguido por este territorio de fluctuantes fronteras se
caracterizó por una condición, la imperial, que no suele agradar a los tímpanos
socialdemócratas.
En efecto, ya Alfonso III el Magno, impulsor del traslado de la
Corte de Oviedo a León, ostentó -Adefonsus
totius Hispaniae imperator- el título de emperador. Desde entonces, la
ciudad hoy identificada por la efigie del león, que sustituyó a la cruz
primigenia, fue la sede de una serie de emperadores que lo fueron, seguimos en
este punto a Bueno, no por razones puramente psicologistas, sino porque el
imperio en cuya cúspide se situaban suponía un distanciamiento vasallático con
respecto a Roma. Una toma de distancia que se abrió con la invención de
Santiago y que continuó con el fortalecimiento de un Toledo muy distinto al
visigótico. Con León como capital dotada de centralidad, el también magno
Fernando I, que accedió al trono gracias a los derechos de su esposa Sancha,
mantuvo la única condición imperial hispana y construyó la Basílica de San
Isidoro no sólo como un relicario, sino como un panteón familiar que supone un
lejano precedente del impulsado por Felipe II en El Escorial. Si el Rey
Prudente hizo traer los restos de su padre, Carlos, Fernando hizo lo propio con
los de su progenitor, el también emperador Sancho III. Fue precisamente en San
Isidoro donde, en 1188 se reunieron las primeras Cortes de Europa en las que
intervino vez el pueblo.
En los bordes de aquel León, en la
región oriental de Bardulia, una marca de castillos a los que debe su nombre, nació
Castilla, cuyo conde Fernán González ya lo fue «por la Gracia de Dios». La
pujanza bélica castellana obró la transformación de un condado en una corona cuyo
avance no se detuvo siquiera en Granada, sino que continuó en un Nuevo Mundo
que se castellanizó al compás de un avance fronterizo similar al desplegado en
la península. El protagonismo castellano eclipsó así a León. Sin embargo esta
relevancia castellana tuvo su reverso ideológico. Castilla, identificada en
exclusiva con la acción española en Hispanoamérica, hubo de cargar con muchas
de las acusaciones negrolegendarias que hoy mantienen plena vigencia y
operatividad en la política diaria. Al cabo, la intolerante y autoritaria
España, prisión de naciones, es el principal obstáculo para el desarrollo de
esas, no sabemos cuántas, nacionalidades asentadas sobre la Península Ibérica
desde una noche, la de los tiempos, horadada por los focos de la antropología regionalista.
Hechas estas consideraciones, las
declaraciones de Díez parecen estar más vinculadas a obras del siglo XX que a crónicas
añejas llenas de invocaciones imperiales y religiosas. Las palabras comentadas
orbitan alrededor de los argumentos y aspiraciones que formaron parte de la
obra de Anselmo Carretero, a quien tanto Maragall como José Luis Rodríguez
Zapatero señalaron en su día como inspirador de su particular visión de la
estructura de España: la famosa nación de naciones que con tanto ardor como
calculada imprecisión defendieron esos prebostes del partido del puño y la
rosa. Fue Carretero quien acuñó esa fórmula contradictoria. Fue también don
Anselmo, autor, junto a su padre, de Las
nacionalidades españolas (México 1952) quien, en su El Antiguo Reino de León (País Leonés). Sus raíces históricas, su presente,
su porvenir nacional, incluyó los siguientes párrafos:
«El País Leonés ha permanecido en el
olvido durante mucho tiempo. Queremos que vuelva a ocupar el lugar que le
corresponde en la historia de la nación española»
«Nadie hará por el País Leonés lo
que sus hijos no hagan. Esa es una realidad evidente sobre la cual debe
asentarse todo proyecto de renacimiento regional. Los leoneses habrán de
atenerse en el futuro a su propio esfuerzo y a lo que con él consigan. Como
tantas otras cosas en la vida de los pueblos, la autonomía del País Leonés es
una cuestión de conciencia y de voluntad colectivas: depende de que los
leoneses crean en sí mismos y en su comunidad nacional, y de que quieran el
autogobierno de su región histórica, como los gallegos, los asturianos, los
vascos, los navarros, los aragoneses, los catalanes, los extremeños, los
valencianos, los murcianos, los andaluces, los baleares, y los canarios han
querido y obtenido el suyo. Eso es todo».
A la luz de estos fragmentos, no
cabe dudar de que Díez es un buen «hijo» del País Leonés encarcelado, según
reza el muro, por Castilla. Un hijo dispuesto, al menos intencionalmente, a transitar
por un camino ya abierto por su vertiente dialectal, crucial en todo movimiento
nacionalista que se precie, pues el divide y vencerás al que responden esas
estrategias fragmentarias siempre se apoya en cuestiones lingüísticas que
siguen los exitosos, al menos en sus aspectos aislantes y extractivos, modelos
catalán y vasco. En ambos casos, especialmente en el segundo, las variedades
lingüísticas fueron sacrificadas para construir una lengua «nacional». En León,
pero también en Aragón o en Asturias, la metodología batúa, a la que se acoge el leonés o llionés, está al servicio de
una regularización, también llamada normalización, de la que vivirán unos
cuantos.
Si los argumentos históricos y culturales son lugar común
de los cultivadores de una España que, en modo alguno, puede ser una única nación,
un colectivo a cuya cabeza, según Pablo Iglesias, figura un Pedro Sánchez que
«será plurinacional», no es menos cierto que la invocación al federalismo sirve
para suavizar las previsibles aristas que obstaculizarían la armónica
convivencia entre las naciones aprisionadas por España. Como tantos otros de su
atmósfera ideológica, Carretero también abrazó la causa federal en uno de sus
principales trabajos: Las nacionalidades
ibéricas (hacia una federación democrática de los pueblos hispánicos). Bajo
el palio federal, León podría desarrollar su «comunidad propia», separada de
una Castilla –la Vieja- a la que Claudio
Sánchez-Albornoz dedicó una frase, «Castilla hizo a España y España deshizo a
Castilla», que cabe completar añadiendo que tal destrucción se vio acelerada
por un diseño, el autonómico, que no solo la privó de La Rioja, sino que cerró
su histórica salida al mar a través de La Montaña, hoy tierra del cántabru, blindada
por un muro de latas de anchoas y rayos catódicos.
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