Libertad Digital, 23 de abril de 2021:
Por
el triunfo de la desmelladización
Los diputados no adscritos del
Parlamento autonómico andaluz han exigido al presidente Juan Manuel Moreno
Bonilla que retire a María Elvira Roca Barea la Medalla de Andalucía concedida hace tres años. El
motivo de dicha petición ha sido la calificación dada por la autora de Imperiofobia a Blas Infante. Al parecer,
doña Elvira ha llamado «botarate» e «imbécil integral» al llamado padre de la
patria andaluza en el curso de una conferencia pronunciada en la Universidad de
Valladolid. El encargado de dar cauce a la indignación andalucista ha sido el
diputado Nacho Molina Arroyo, cuyo voluminoso palmito suele dar soporte textil
a diversas reivindicaciones de una autoproclamada izquierda caracterizada por
poner entre paréntesis a España. Al cabo, la facción política en la que se
encuadra su señoría se mueve entre la región, autopercibida como nación, y el
planeta, dejando a la innombrable y verdadera nación a la que, quiera o no,
pertenece don Ignacio, la adjudicación de males sin tasa, entre ellos, la culpa
del secular y no exento de victimismo, atraso andaluz.
Como buen hombre antisistema
amparado por el sistema, Molina se ha agarrado a la estructura autonómica, la
misma que le permite ser cargo público, para salir en defensa de don Blas,
pues, tal y como ha manifestado en rueda de prensa, Infante está en el
Estatuto…«y en nuestra memoria». Una memoria que, en todo caso, es «histórica».
Molina, en definitiva, se alinea con uno de productos estrella del zapaterismo:
la visión maniquea del pasado que ha polarizado a la sociedad española desde
hace casi dos décadas. En esta dialéctica cainita se mueven Molina y gran parte
de los infantistas, muchos de los
cuales no lo serían si el notario de Casares, casado con la enriquecida
Angustias García Parias, no hubiera sido fusilado en 1940 por el bando
franquista por haber formado parte, según reza la sentencia, «de una
candidatura de tendencia revolucionaria en las elecciones de 1931 y en los años
sucesivos hasta 1936 se significó como propagandista de un partido andalucista
o regionalista andaluz».
Los disparos que pusieron fin a su
vida son, sin duda, decisivos para la apoteosis autonómica experimentada por
Blas Infante, que en 1924 viajó a Agmhat y visitó la tumba de Motamid, último
rey de la taifa sevillana, para convertirse públicamente al islam. El 15 de
septiembre, con dos descendientes de moriscos como testigos, Infante trocó el
Blas por el Ahmad y comenzó su apostolado islamista, aderezado con los resabios
krausistas y federalistas asumidos en su juventud, ingredientes indispensables
en toda alternativa izquierdista española, casi siempre hispanófoba, operante
en nuestra partitocracia.
De salir adelante la iniciativa
liderada por Molina, Elvira Roca sería desposeída de la medalla otorgada el 22
de febrero de 2018 por el Gobierno andaluz presidido por Susana Díaz, concesión
que venía a reconocer, merecidamente, un gran trabajo acompañado de un enorme
éxito de ventas. Su autora, y acaso ello contribuyó al mentado premio, se
situaba de manera explícita fuera de los ambientes tenidos por derechistas,
convirtiéndose así en una figura reivindicable por una socialdemocracia
obligada a hacer equilibrios territoriales para lograr la gobernabilidad o, por
decirlo en terminología covidiana, cogobernabilidad. Una distinción
institucional que, en cualquier caso, resulta inadmisible para los rigoristas
de una plurinacionalidad imposibilitada por la madrastra, permítasenos el
adjetivo bolivariano, España.
No necesita María Elvira Roca Barea
defensa alguna, pues durante estos años ha dado sobradas pruebas de su
solvencia frente a ataques tan burdos y groseramente personales como, por
ejemplo, los lanzados por el gurú de Íñigo Errejón, autor de una libresca
ecolalia en espejo plena de descalificaciones y delirantes explicaciones de las
causas del éxito de la malagueña. Sirvan estas líneas como reconocimiento de una
labor, la suya, que excede con mucho el valor de una medalla autonómica.
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