La mujer cretense
Altiva, indiferente a mi presencia camina, casi se desliza por el pasillo que forman las dos filas de mesas de la cafetería. Del mismo modo que una veleta, sólo adquiere su verdadera identidad de perfil. Entonces se convierte en la mujer cretense.
Altiva, indiferente a mi presencia camina, casi se desliza por el pasillo que forman las dos filas de mesas de la cafetería. Del mismo modo que una veleta, sólo adquiere su verdadera identidad de perfil. Entonces se convierte en la mujer cretense.
Fue una tarde, al salir de la clase de Historia del Arte cuando la descubrí. El profesor desplegó su discurso, el mismo que desarrollaba todos los años en la tercera semana lectiva: "Creta y la arquitectura micénica". En penumbra, apretaba el botón naranja del mando y, tras un ruido mecánico y un giro del carro de diapositivas, aparecía una imagen proyectada en la pantalla. Vasijas, plantas de restos arqueológicos, estatuillas de mármol, fechas y nombres inciertos a medio camino entre la Historia y la leyenda. Después Knossos, el palacio descubierto en 1900 por el aristócrata inglés Evans. Un poco de mitología para aderezar, hacer más llevadera la hora y media. El grupo de alumnos, con sus caras iluminadas por la luz reflejada en la tela, con las bocas abiertas, absortos en el relato como si de una catequesis en la que se cuenta un episodio del Antiguo Testamento se tratara. Los bolígrafos vertiginosos tomando apuntes que serán subrayados posteriormente para su estudio una y otra vez.
El Minotauro, Teseo y Ariadna, Dédalo y el Laberinto. Y de laberinto a laberíntico, característica de la planta del Palacio del rey Minos. Más tarde, el delicado Fresco de los Delfines que aún se conserva en sus paredes y la Diosa de las Serpientes con su torso al descubierto y los brazos envueltos en culebras.
Acabada la sesión me dirigí, junto a algunos de mis compañeros a tomar un café. La clase que venía después era Proyectos I, y el profesor solía retrasarse. Envueltos en el humo, en el bullicio de la cafetería que amenazaba con reventar los cristales, con el gusto del café explotando en el paladar, la vi. O mejor dicho, la volví a ver. Era ella, la mujer cretense, una personificación de las que adornaban las paredes del Palacio de Knossos.
La chica que ahora pasaba por delante de la mesa era una réplica casi exacta de las vistas en la clase anterior. Tenían aquellas una larguísima y rizada melena que sólo se interrumpía en la frente, para dar forma a un flequillo igualmente rizado. Ésta no tenía tan larga melena, ni usaba un vestido hasta los pies, sin embargo, la expresión de su cara, sus rasgos podían superponerse a la pintura sin apreciarse grandes diferencias. No era una muchacha especialmente bella, pero quizá la similitud con aquellas pinturas, le confería una aureola enigmática que hasta ella misma, y seguramente mis compañeros, ignoraban. A pesar de que yo lo veía clarísimo, no dije nada, temiendo despertar una carcajada en mis acompañantes. Me limité a ver cómo desparecía tras la puerta hablando con su amiga, para luego volver la mirada hacia la barra y pasar revista al escuadrón de camareros que, con sus pajaritas negras y los pantalones raídos, y del mismo color que la contrata les había suministrado, se afanaban por atender las oleadas de una apresurada y vociferante clientela. Bocadillos, pinchos de tortilla, cervezas, cafés con leche en vaso que dejan circunferencias y medias lunas resecas sobre la blanca formica de las mesas.
Y así día tras día, esperando la coincidencia que me permita observar su nariz que casi nace en la frente para acabar en una suerte de esfera, su pequeña y roja boca, sus ojos grandes bordeados de un negro que los dibuja con precisión, alargándolos hasta terminar en una línea que se riza en las pestañas.
Hoy es viernes, hace más de una semana que no la veo. Permanezco en la cafetería después de acabadas las clases. La tarde otoñal cae y poco a poco se oscurece. La luz solar es sustituida por la que emana de las hileras de fluorescentes que cuelgan del techo. Por fin, confundida entre un grupo de personas aparece. Cruza por delante de mi mesa y vuelve a salir en dirección a las aulas taller. Como movido por un resorte, me incorporo y la sigo a cierta distancia. Vuelve la cabeza y disimulo consultando un tablón de anuncios en el que han clavado los horarios de un curso de postgrado y la convocatoria de unas plazas de ordenanza. De reojo veo cómo se aleja y emprendo de nuevo mi sigilosa persecución. Avanza por un pasillo y se asoma a un aula. Debe andar buscando a alguien, murmuro para mis adentros.
Tuerce hacia la derecha y su rostro se recorta sobre el blanco del yeso: es ella, la mujer cretense. Ahora se detiene ante el ascensor. Continúo andando y me coloco a su lado. Me vuelve a mirar con expresión vacía. La puerta automática se abre y entramos los dos. Nos colocamos cada uno en una esquina y ella pulsa el botón en el que pone 3, clava sus ojos en los míos como preguntándome el piso al que me dirijo y yo me limito a sostener un pequeño pulso con sus pupilas. El ascensor, tras dar un pequeño y brusco impulso, comienza a subir. Se para en el piso segundo y la puerta se abre. No hay nadie esperando. Las puertas se vuelven a cerrar con lentitud. Observo sus zapatos y mi corazón bombea sangre al compás de un taconeo. Por fin la planta tres, ella sale primero. Ya en el pasillo, se asoma de nuevo a un aula y consulta su reloj. Yo finjo buscar con gesto de preocupación unos papeles en mi carpeta. El pasillo se termina y entra en el lavabo de señoras. Oigo desde fuera cómo echa un cerrojo. Por un instante dudo. Finalmente decido marcharme. Cómo podría explicarle todo lo que se me ha pasado por la cabeza durante las últimas semanas, cómo revelarle mi alucinación sin parecer un lunático...
Abandono la Escuela. Lo que queda de tarde se consume en los vagones, atestados de gente, del metro. He quedado con Laura en la estación de Antón Martín, en la puerta de la farmacia El Globo. Llego una hora antes de la cita y, para hacer tiempo, bajo al Café Barbieri. Durante todo el rato, me dedico a observar en silencio a la clientela. Algunos también permanecen solos como yo ante una taza de café, pensativos, ausentes, con los brazos apoyados sobre el mármol de los veladores; otros, formando parte de una cuadrilla, se levantan de repente para saludar a la persona con la que se han citado. Los espejos, algunos de ellos picados por el tiempo, ofrecen diferentes perspectivas de la escena. La atmósfera decadente del viejo café añade un tinte de irrealidad a la situación. Por fin me levanto, me aproximo al altísimo mostrador y pago. Ya en la calle, regreso al lugar de encuentro.
Son las once y cuarto. Quince minutos han pasado desde la hora acordada. No aparece. A intervalos que coinciden con la llegada de un convoy, un borbotón de gente emerge a la superficie procedente del subsuelo. Por fin la veo, envuelta por un grupo de gente. Después de saludarnos y escuchar sus disculpas por la tardanza, caminamos un rato en silencio en dirección al Candela. Nos paramos ante un escaparate en el que un grupo de cabezas de maniquí exhibe estridentes pelucas y artículos de broma. Doblamos la esquina y a lo lejos, una luz mortecina brilla, señalando el lugar al que vamos.
En el Candela tras espesos nubarrones de humo que dejan una estela de aroma a su paso, aparecen rostros que se unen a los que, estáticos para siempre, cantan, nos miran tras el vidrio que los protege, atrapados en las dos dimensiones del papel fotográfico. Tras conseguir una mesa, me acerco a la barra y pido dos cervezas. Hay un programa en el que se anuncian las próximas actuaciones de un festival de flamenco patrocinado por una caja de ahorros. Cojo uno, y con las cervezas, vuelvo a la mesa.
Con su acento argentino, Laura me relata su ruptura con Mauricio mientras un grupo de guiris da palmas y baila con un nulo conocimiento del compás, provocando miradas inquisitoriales, comentarios reprobatorios por parte de los aficionados, cada vez más escasos en el local.
Laura continúa hablando y yo desvío el tema comentándole la posibilidad de asistir a uno de los conciertos. Ella accede. Le doy la vuelta al folleto, la portada exhibe a un cantaor antiguo en pleno trance artístico. Recorro la foto deteniéndome en todos los detalles. Observo su rostro compungido y, casi sin darme cuenta, acaricio con pudor mis pobladas patillas tan parecidas a las suyas, con los dedos ordeno las greñas que también a mí me caen por la espalda.
Levanto la vista. Entre la concurrencia alguien me mira y dibuja una sonrisa de complicidad.
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