Artículo publicado el 11 de julio de 2018 en Libertad Digital:
https://www.clublibertaddigital.com/ideas/tribuna/2018-07-12/ivan-velez-territorios-identitarios-85567/
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Territorios
identitarios
A pesar del insultante lazo amarillo
que lucía en su solapa, el hispanófobo Joaquín Torra fue recibido por Pedro
Sánchez el pasado 9 de julio en el Palacio de la Moncloa. Del contenido de la
reunión entre el Presidente
de la Generalidad de Cataluña, que en sus tiempos de meritorio del propagandismo
sedicioso, caracterizó a los españoles como «bestias con forma humana», y el Presidente
del Gobierno de su odiada España, dio cuenta a la prensa la Vicepresidenta del
Gobierno, Carmen Calvo quien, tras invocar al Centro de Investigaciones
Sociológicas, sentenció: «hace ya tiempo que la inmensa mayoría de los
españoles se sentían cómodos, y completamente en una situación natural, siendo
españoles y del territorio identitario al que pertenecen». Cumplía así doña
Carmen con la obsesión que todo gobernante español tiene, desde las más altas
instancias a las más modestas, pues, junto a los habituales y leguleyos lugares
comunes ligados a nuestra Carta Magna, ningún representante público se priva de
realizar su particular alabanza de aldea. Para ello, nada más socorrido que
apelar a las señas de identidad, rótulo que comenzó a rodar hace más de un
siglo, y que alcanzó su apoteosis gracias a Juan Goytisolo quien, después de
casi una década de emigración voluntaria parisina, dio a la imprenta una novela
titulada Señas de identidad.
El libro, de trasfondo
autobiográfico, vio la luz por primera vez en México en 1966 gracias a la
editorial Joaquín Mortiz, empresa fundada en 1962 por Joaquín Díez-Canedo
Manteca, cuyo padre, el embajador y poeta Enrique Díez Canedo, ya había hecho
una incursión en el mundo de las imprentas gracias a sus vínculos con las casas
de libros Jasón y Ulises, integradas en una breve estructura editorial auspiciada
por la Komintern en la España de finales de los años 20. Después de la primera
edición de Señas de identidad, la
segunda, ampliamente modificada, se lanzó también en México en el posrevolucionario año de
1969. Sin embargo, el impacto en España no sólo de la obra, sino, sobre todo,
del título que figuraba en su portada, comenzó a sentirse en el periodo de
transformación del franquismo en la actual democracia coronada. Fue entonces,
con el libro publicado en Barcelona en 1976 por Seix Barral, cuando el rótulo
«señas de identidad» comenzó a convivir armónicamente con otros ideológicamente
compatibles como «hecho diferencial». También con «comunidades diferenciadas», constructo
muy caro al grupo encabezado desde finales de los 50 por el machadiano Dionisio
Ridruejo, con el que Goytisolo, asistente
en 1959 al homenaje tributado al poeta sevillano por el PCE en Coilloure, junto a Louis Aragon, Jean Paul
Sartre, Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, Raymond Queneau y Pablo Picasso,
compartía devoción literaria.
Inmerso en esos círculos, Goytisolo
cerró su trilogía con Reivindicación del
Conde don Julián (México, 1970) y Juan
sin tierra, esta última publicada en España en 1975. Paralelamente, la construcción «señas de
identidad» adquirió unos perfiles insospechados para el escritor barcelonés
que, años después, dejó por escrito el testimonio de su sorpresa. En efecto, en
la España de las Autonomías comenzó la búsqueda, cuando no la pura creación, de
unos atributos que acentuaran la diferencia en lugares ajenos a la frenología,
disciplina que había quedado arrumbada tras la caída de Hitler, último convencido
de unas ideas de las que Torra, capaz de percibir los baches en la cadena de
ADN de los españoles, es un cultivador crepuscular.
Esos lugares no eran otros que los que caen dentro del Reino de la Cultura, que
recogió, tal y como lúcidamente desarrolló Gustavo Bueno en una de sus obras
más celebradas, el testigo del Reino de la Gracia. En coherencia con esta
traslación, no parece casual que fuera en las regiones españolas donde la
impronta religiosa fue más profunda, allí donde el carlismo resistió y se
travistió, donde mejor se arraigaron unas señas que debían ser cualquier cosa
menos españolas. Al cabo, el menosprecio de Corte señalaba a Madrid.
Así, al calor del Mito de la
Cultura, y de una generosa financiación, funcionarios, profesores y etnólogos
se aprestaron a dotar de tales señas a esos pueblos que ya no pertenecían tanto
a Dios como a una tierras, o por mejor decir, a unos territorios, desde los que
parece emanar una energía telúrica capaz de imantar a quienes los pisan. Se
consumaba de ese modo una verdadera revolución que iba mucho más allá de la
querella en torno al centralismo, principal acusación que se lanza contra el
franquismo, y a la vez, mal que les pese a los izquierdistas patrios, modelo
favorito del marxismo. En la España autonómica, con sus raíces federalcatólicas,
neutralizadoras del nacionalcatolismo, se dio la espalda a la doctrina
escolástica del pactum translationis.
La soberanía ya no procedería de un Dios que, como en las pinturas manieristas,
se hacía visible entre los cielos nimbados, sino de un profundo y brumoso
terruño que provee de identidad cultural a sus habitantes. Tal cambio de
perspectiva favoreció el uso de una fórmula –«territorios identitarios»- cuyo
origen, si nuestras indagaciones no son erradas, también es el México en el
cual el catolicismo va perdiendo fuelle en favor de un indigenismo ya
incorporado, acaso de forma retórica, por el propio AMLO.
Inermes ante un determinismo atávico
y cuasi geológico, del que sólo los más descastados pretenden zafarse, los
españoles deben ajustarse al canon identitario que Goytisolo, Premio Cervantes
en 2014, contribuyó a acuñar. Un premio que le fue otorgado, entre otros
motivos, por ser un firme partidario de aquello que se presenta como solución a
todos los males: «su apuesta permanente por el diálogo intercultural».
1 comentario:
Como siempre riguroso en el análisis y claro en la exposición. Gracias Ivan
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