lunes, 8 de noviembre de 2021

Euskobrujas

 La Gaceta de la Iberosfera, 28 de marzo de 2021:

https://gaceta.es/opinion/euskobrujas-20210328-1042/

Euskobrujas

            Premiada con cinco goyas, la película Akelarre, dirigida por el argentino Pablo Agüero, ha alcanzado un importante éxito de público gracias, sobre todo, a su inclusión en la plataforma Netflix, a la que muchos cinéfilos se acogen en estos tiempos de toques de queda y obligatorio recogimiento doméstico. La historia se apoya en la figura del francés Pierre de Lancre y presenta a una serie de muchachas de incomprendida liberalidad, que son objeto de los excesos y delectaciones del juez y sus colaboradores. Naturalmente, tales referencias solo son perceptibles para aquellos que conocen mínimamente la historia de la persecución de las presuntas brujas vascas. Creemos no equivocarnos si afirmamos que el común de los espectadores creerá que quien lleva a cabo el juicio es un miembro de la Inquisición que, huelga aclarar, siempre se identifica con España. De este modo, en la pantalla aparecería la fanática y brutal represión llevada a cabo por unos libidinosos machos inquisidores sobre unas inocentes y empoderadas chicas vascas conocedoras de las claves de una suerte de euskorraves presididas por un diabólico macho cabrío.

            En cualquier caso, Akelarre ofrece una magnífica oportunidad para regresar al modo en que se abordó en España la cuestión brujeril. Un asunto complejo y, sobre todo, confuso, pues el vocablo «bruja» encubre actividades tales como la adoración a un animal -ceremonia vinculada a la religiosidad primaria-, la interpretación de augurios, la magia o la superstición. Prácticas y conductas que la Inquisición española, dando prueba de su racionalismo, persiguió. Y ello en coherencia con disposiciones ya recogidas en la tradición legal castellana, tal y como se puede comprobar en Las Partidas alfonsinas, en las que se desgrana una prolija casuística. A propósito de la adivinación, se dice que «adeuinança tanto quiere decir, como querer tomar el poder de Dios para saber las cosas que estan por venir», «necromantia  dizen en latin, a un saber estraño que es para encantar spiritus malos» y es cosa que «pesa a Dios». Si bien aquella sociedad no estaba -¿acaso lo está la nuestra?- ni mucho menos, exenta de supersticiones -las propias Partidas reconocen excepciones admisibles- estaba dispuesto que quienes se dedicaran a la magia se exponían a la pena de muerte, es decir, a una fatal mutilación de la estructura hilemórfica humana.

            La Inquisición española persiguió a las brujas, si bien el número de mujeres ejecutadas por sus tratos con el demonio fue sensiblemente inferior al de las que perdieron la vida en una Europa mucho más receptiva a unas relaciones que, en el caso hispano fueron tenidas, en muchas ocasiones, como episodios de bestialismo. Cuestión diferente fue la atención prestada a otro tipo de individuos que preocuparon a fray Tomás de Torquemada, tal y como se desprende del memorial escrito para los Reyes Católicos, en el cual informaba de las cosas que se debían remediar:

 

… Y porque en estos vuestros reinos hay muchos blasfemadores renegadores de Dios y de los santos y ansimesmos hechiceros y adevinos debe vuestra alteza dar forma como se castigue y que vuestros corregidores y justicias sepan el castigo que a los tales ha de dar y éste sin ninguna dispensación y pues tenéis leyes de vuestro reino sobre ello sin más que non facedlas las guardar.

            Como es sabido, la Inquisición persiguió con saña la alcahuetería, que tantos abusos propiciaba. En este caso también se mantuvo la tradición alfonsí, pues en su magna obra se advertía a quienes osaran hacer hechizos para «enamorar los omes con las mujeres nin para departir el amor que algunos ouiessen entre si». Hasta tal punto estaba identificada esta figura que adquirió perfiles literarios con la publicación de La Celestina, nombre dado a la Tragicomedia de Calisto y Melibea, que en la Partida Séptima se incluye una definición de los alcahuetes, «ayudadores del pecado», de los que se dice que «son una manera de gente, de que viene mucho mal a la tierra. Ca sus palabras dañan a los que los creen, e los traen al pecado de luxuria». Todo ello conduce a una incómoda realidad incompatible con los prejuicios de gran parte de nuestra autoproclamada, adanista y plurinacional izquierda: ¿cabría adjudicar cierta dosis feminista a la tradición legal española e incluso al Santo Oficio?

            A la desazón que puede producir tal interrogante hemos de añadir otro desasosegante cuestionamiento derivado de un dato ofrecido por la republicana pluma de Claudio Sánchez Albornoz en su clásico España: un enigma histórico. Según narra don Claudio, para desengaño de beatos europeístas, los Pirineos fueron algo más que una frontera política entre Francia y España, pues mientras al norte, Jean Froissart creía en hadas y ninfas y admitía la posibilidad de que los caballeros se pudieran convertir en osos y los espíritus en cerdos, el canciller Ayala tan sólo creía en los milagros, obra divina, al cabo. Refiere también Sánchez Albornoz el caso de Gilles de Rais, que sacrificó a Satán ciento cuarenta niños con el fin de obtener oro y poder.

            Estos y otros muchos casos podrían esgrimirse ante los muchos cultivadores de la imagen de una España y una Iglesia católica caracterizadas por su fanatismo. Un colectivo integrado por individuos de ambos hemisferios encantados de seguir disfrutando de la mieles que ofrece la interminable rave negrolegendaria.


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