La Gaceta de la Iberosfera, 28 de marzo de 2021:
https://gaceta.es/opinion/euskobrujas-20210328-1042/
Euskobrujas
Premiada con cinco goyas, la
película Akelarre, dirigida por el
argentino Pablo Agüero, ha alcanzado un importante éxito de público gracias,
sobre todo, a su inclusión en la plataforma Netflix, a la que muchos cinéfilos se
acogen en estos tiempos de toques de queda y obligatorio recogimiento
doméstico. La historia se apoya en la figura del francés Pierre de Lancre y
presenta a una serie de muchachas de incomprendida liberalidad, que son objeto
de los excesos y delectaciones del juez y sus colaboradores. Naturalmente,
tales referencias solo son perceptibles para aquellos que conocen mínimamente
la historia de la persecución de las presuntas brujas vascas. Creemos no
equivocarnos si afirmamos que el común de los espectadores creerá que quien
lleva a cabo el juicio es un miembro de la Inquisición que, huelga aclarar,
siempre se identifica con España. De este modo, en la pantalla aparecería la
fanática y brutal represión llevada a cabo por unos libidinosos machos
inquisidores sobre unas inocentes y empoderadas chicas vascas conocedoras de
las claves de una suerte de euskorraves
presididas por un diabólico macho cabrío.
En cualquier caso, Akelarre ofrece una magnífica
oportunidad para regresar al modo en que se abordó en España la cuestión
brujeril. Un asunto complejo y, sobre todo, confuso, pues el vocablo «bruja»
encubre actividades tales como la adoración a un animal -ceremonia vinculada a
la religiosidad
primaria-, la interpretación de augurios, la magia o la
superstición. Prácticas y conductas que la Inquisición española, dando prueba
de su racionalismo, persiguió. Y ello en coherencia con disposiciones ya
recogidas en la tradición legal castellana, tal y como se puede comprobar en Las Partidas alfonsinas, en las que se
desgrana una prolija casuística. A propósito de la adivinación, se dice que
«adeuinança tanto quiere decir, como querer tomar el poder de Dios para saber
las cosas que estan por venir», «necromantia dizen en latin, a un saber estraño que es para
encantar spiritus malos» y es cosa que «pesa a Dios». Si bien aquella sociedad no
estaba -¿acaso lo está
la nuestra?- ni mucho menos, exenta de supersticiones -las propias Partidas reconocen excepciones
admisibles- estaba dispuesto que quienes se dedicaran a la magia se exponían a
la pena de muerte, es decir, a una fatal mutilación de la estructura
hilemórfica humana.
La Inquisición española persiguió a
las brujas, si bien el número de mujeres ejecutadas por sus tratos con el
demonio fue sensiblemente inferior al de las que perdieron la vida en una
Europa mucho más receptiva a unas relaciones que, en el caso hispano fueron
tenidas, en muchas ocasiones, como episodios de bestialismo. Cuestión diferente
fue la atención prestada a otro tipo de individuos que preocuparon a fray Tomás
de Torquemada, tal y como se desprende del memorial escrito para los Reyes
Católicos, en el cual informaba de las cosas que se debían remediar:
… Y porque en estos vuestros reinos
hay muchos blasfemadores renegadores de Dios y de los santos y ansimesmos
hechiceros y adevinos debe vuestra alteza dar forma como se castigue y que
vuestros corregidores y justicias sepan el castigo que a los tales ha de dar y
éste sin ninguna dispensación y pues tenéis leyes de vuestro reino sobre ello
sin más que non facedlas las guardar.
Como es sabido, la Inquisición
persiguió con saña la alcahuetería, que tantos abusos propiciaba. En este caso
también se mantuvo la tradición alfonsí, pues en su magna obra se advertía a
quienes osaran hacer hechizos para «enamorar los omes con las mujeres nin para
departir el amor que algunos ouiessen entre si». Hasta tal punto estaba
identificada esta figura que adquirió perfiles literarios con la publicación de
La Celestina, nombre dado a la Tragicomedia de Calisto y Melibea, que en
la Partida Séptima se incluye una
definición de los alcahuetes, «ayudadores del pecado», de los que se dice que
«son una manera de gente, de que viene mucho mal a la tierra. Ca sus palabras
dañan a los que los creen, e los traen al pecado de luxuria». Todo ello conduce
a una incómoda realidad incompatible con los prejuicios de gran parte de
nuestra autoproclamada, adanista y plurinacional izquierda: ¿cabría adjudicar
cierta dosis feminista a la tradición legal española e incluso al Santo Oficio?
A la desazón que puede producir tal
interrogante hemos de añadir otro desasosegante cuestionamiento derivado de un
dato ofrecido por la republicana pluma de Claudio Sánchez Albornoz en su
clásico España: un enigma histórico. Según
narra don Claudio, para desengaño de beatos europeístas, los Pirineos fueron
algo más que una frontera política entre Francia y España, pues mientras al
norte, Jean Froissart creía en hadas y ninfas y admitía la posibilidad de que
los caballeros se pudieran convertir en osos y los espíritus en cerdos, el
canciller Ayala tan sólo creía en los milagros, obra divina, al cabo. Refiere
también Sánchez Albornoz el caso de Gilles de Rais, que sacrificó a Satán
ciento cuarenta niños con el fin de obtener oro y poder.
Estos y otros muchos casos podrían
esgrimirse ante los muchos cultivadores de la imagen de una España y una
Iglesia católica caracterizadas por su fanatismo. Un colectivo integrado por
individuos de ambos hemisferios encantados de seguir disfrutando de la mieles
que ofrece la interminable rave negrolegendaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario