La Gaceta de la Iberosfera, 19 de noviembre de 2020:
https://gaceta.es/opinion/el-enemigo-son-los-pastores-protestantes-20201119-0600/
El
enemigo son los pastores protestantes
«Por la raza hispanoamericana,
porque no desmiente las altas cualidades de sus ascendientes, a quienes cupo la
suerte de civilizar al mundo y dominarlo por espacio de siglos: porque conserve
y defienda siempre su Dios, sus tradiciones y la tierra en que yacen los huesos
de sus padres; porque la generación contemporánea, si la Providencia le enviare
días de prueba, sepa legar a sus hijos un nombre honroso y ofrecer al orbe
ejemplo del digno valor, de la hidalguía y nobles virtudes de sus mayores».
Con estas palabras, Facundo
Goñi, encargado de negocios del Gobierno español, alzó su copa en un
brindis que tuvo lugar durante un banquete dado en Guatemala en febrero de 1856.
El diplomático navarro, enviado a Centroamérica en los convulsos días en los
que el filibustero William Walker, el Predestinado
de los ojos grises, causaba estragos en la región, participó en una reunión
en la que sus pares de Costa Rica, Nicaragua, Guatemala y México le
trasmitieron su honda preocupación por «la invasión cada día creciente de los
Estados Unidos en el territorio ocupado por los pueblos hispano-americanos» que,
según ellos, había tomado «todos los caracteres de una lucha entre las dos
razas», entendidas estas como culturas. Terminada aquella cumbre, Goñi se
preguntaba: «Ahora bien; si la raza anglo-sajona no se detuviese en su marcha
si como todas las probabilidades anuncian sigue acreciendo su imperio ¿no es de
temer que a vuelta de cierto tiempo el mundo llegue a ser anglo-sajón?».
Casi ocho décadas más tarde, en 1934,
apoyado en el Campamento Wycliffe, se fundó en Arkansas el Instituto
Lingüístico de Verano (ILV), filantrópica organización evangélica
cuya finalidad, todavía en marcha, es traducir la Biblia a las lenguas
minoritarias. La pluma venía a sustituir o, por mejor decir, a complementar la
labor abierta por los rifles y por las maniobras masónicodiplomáticas
desplegadas durante el siglo de Goñi, pues tras tan beatíficos objetivos del
Instituto se ocultaban fines no estrictamente espirituales. Traductores de la
palabra divina, los apóstoles del ILV han contribuido a la apertura de la
depredación de la antaño llamada aqua
infernalis. Bajo una apariencia neutra en lo político, el ILV fue
implantándose discretamente en determinadas áreas indígenas de Hispanoamérica, aquellas
en las que las instituciones de los estados-nación, apenas eran sentidas,
lugares a los cuales tan solo habían llegado los misioneros católicos españoles.
De un modo sigiloso, bien que coordinado con sectores gubernamentales para los
cuales el ILV era una herramienta capaz de cubrir algunas carencias, comenzó la
construcción de una serie de escuelas en plena selva.
Sin embargo, las consecuencias reales
de las actividades desarrolladas por los bibliófilos gringos fueron
perfectamente detectadas por Monseñor Buenaventura
Uriarte, franciscano vizcaíno que, como miembro de una orden
implantada en el continente desde hacía más de cuatro siglos, sabía bien de las
complejas relaciones, no todas espirituales, entre los predicadores del
evangelio y los naturales. En una pastoral firmada el 5 de abril de 1953 Uriarte denunció «la actividad, los recursos,
la audacia y hasta el descaro que quienes se presentan como en tierras de
infieles en medio del pueblo cristiano y tratan de arrancarle su fe católica». Seis
años más tarde, el semanario El Español –no
confundir con el digital pedrojotesco- rescató aquel texto y lo reprodujo en un
artículo del máximo interés, por cuanto en él se contraponía la labor
franciscana en Perú –edición en 1900 de un periódico llamado La Voz de la Selva, construcción de escuelas
para maestros y para niños, trabajos de cartografía…-, apoyada en la lengua
española como herramienta de integración de la población indígena, con el
impacto que supuso la llegada de las huestes del ILV. Si el trabajo de las
huestes evangélicas de William Townsend, tendían al bíblico encapsulamiento bíblico de
aquellas poblaciones, la alternativa del clérigo español buscaba todo lo
contrario. Al cabo, ahipibos, campas o aguarunas, tal era su clásica
perspectiva civilizatoria, debían incorporarse a la sociedad política peruana,
en cuyo territorio o capa basal se
halla una parte de la Amazonía. Por decirlo de otro modo, mientras Uriarte se
mantenía dentro de una ortodoxia política apenas erosionada por la tutela
religiosa, los apóstoles de la expropiación, que ese ha sido a menudo el
resultado de sus acciones, han contribuido a forzar las estructuras soberanas,
exacerbando el indigenismo a base de elevadas dosis de relativismo cultural.
Todo aquello no pasó inadvertido a los avezados ojos del franciscano, que
comprendió hasta qué punto la estrategia del ILV respondía, en lo político, al clásico
divide et impera, al tiempo que
servía a intereses más personales. Demos de nuevo la palabra al prelado: «los
hijos de los pastores, o sea los pastorcillos son alumnos por ese mero hecho
del Instituto Lingüístico, seguramente para gozar de las gangas y franquicias
que el Gobierno peruano concede con fines culturales al tal nominado Instituto Lingüístico».
Todo, sin embargo, cambiaría a
partir de la fecha de publicación del citado artículo –«El español en la selva
peruana»- pues precisamente a principios de 1959, el Papa Juan XXII anunció el Concilio
Vaticano II. Fue en el periodo posconciliar cuando comenzó la implantación en
Hispanoamérica de la Teología de la Liberación, acaso como reflejo al
evangelismo yanqui descrito. Sus efectos disolventes son bien conocidos. Hoy,
el señuelo de la libertad de los pueblos originarios sigue operando en
Hispanoamérica a favor de espurios intereses para los cuales, la existencia de fronteras
y de las instituciones políticas que ellas encierran, sigue siendo el mayor de
los obstáculos.
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